El Silencio de las Exnovicias: El Crimen sin Cuerpo de Betty Argañaraz
En el corazón del norte argentino, donde las montañas verdes se funden con caminos rurales y la vida transcurre a un ritmo más pausado, se encuentra Tucumán. No es la metrópolis vertiginosa de Buenos Aires; aquí no hay rascacielos que arañen las nubes ni avenidas interminables. Tucumán es una provincia de contrastes, una amalgama de ciudad y barrios humildes donde las relaciones humanas se tejen en torno a la familia, la escuela y la iglesia. En este escenario, donde todos parecen conocerse y los secretos luchan por mantenerse ocultos, tuvo lugar una de las historias más escalofriantes y desconcertantes de la crónica criminal argentina. Es la historia de una maestra querida, un sueño profesional a punto de cumplirse y una desaparición que destapó un abismo de celos y crueldad inimaginables. Este es el caso de Betty Argañaraz, un crimen sin cuerpo que desafió a la justicia y dejó una herida abierta que, aún hoy, se niega a cicatrizar.
Para comprender la magnitud de esta tragedia, debemos transportarnos a San Miguel de Tucumán en el año 2006. Argentina aún se recuperaba de las cenizas de una de sus peores crisis económicas, el infame corralito de 2001, que había dinamitado la confianza de la población en sus instituciones. Aunque la economía comenzaba a mostrar tímidos signos de recuperación, la desconfianza hacia el poder político era una sombra omnipresente. La sociedad estaba fracturada, con una brecha palpable entre una clase media que intentaba mantenerse a flote y aquellos que luchaban por reconstruir sus vidas desde los escombros. En este contexto, profesiones como la docencia eran un acto de pura vocación. Los sueldos eran precarios, y quienes elegían dedicar su vida a la enseñanza lo hacían movidos por una pasión que trascendía cualquier compensación económica. Era un mundo de sacrificios y entrega, un mundo que Ángela Beatriz Argañaraz conocía a la perfección.
Ángela Beatriz, o Betty, como todos la conocían y la recordarían, nació el 21 de noviembre de 1961 en el humilde barrio de Villa Amalia, al sur de la capital tucumana. Su vida estuvo marcada desde el principio por la lucha y la resiliencia. Su padre, Anacleto Argañaraz, era un operario en el ingenio Amalia, una de las fábricas de azúcar que motorizaban la economía local. Su madre, Ángela Frías, provenía de una familia con una posición económica más holgada, siendo hija de un empresario del transporte, pero el amor la llevó a unirse a Anacleto y formar una familia numerosa en un entorno modesto. Betty creció rodeada de hermanos, pero forjó un vínculo especial con la más pequeña, Liliana. El destino golpearía a la familia cuando a Liliana le diagnosticaron encefalitis, una enfermedad grave que obligó a sus padres a endeudarse y a volcar todos sus recursos en buscar los mejores tratamientos para salvarla. Lo consiguieron, pero el costo fue alto.
Durante largos periodos, mientras la atención se centraba en la pequeña Liliana, Betty tuvo que mudarse con su tía, Petrona Farías, a un barrio con un nombre tan singular como el del Ex Aeropuerto. La inestabilidad económica era una constante. La situación empeoró drásticamente cuando su padre, Anacleto, que no sabía leer ni escribir, fue despedido de la fábrica. Fue un golpe devastador que sumió a la familia en una incertidumbre aún mayor. A pesar de estas adversidades, o quizás a causa de ellas, Betty forjó un carácter tenaz y un sueño inquebrantable: quería ser maestra. Desde niña, jugaba a ser profesora, y esa vocación se convirtió en el faro que guió su vida. Cursó sus estudios primarios en la escuela Monteagudo y, con esfuerzo, logró ingresar a magisterio.
Su primer trabajo como docente fue en la Escuela República de Italia, en una zona alejada de la ciudad, pero pronto consiguió un puesto en el colegio Padre Roque Correa, una institución franciscana donde impartiría clases en cuarto grado. Allí, Betty encontró su lugar en el mundo. Su dedicación, su calidez y su compromiso la convirtieron en una figura amada y respetada no solo por sus alumnos, sino también por sus colegas y superiores. En su vida personal, mantuvo una relación de quince años con Julio Navarro, a quien conoció en la Facultad de Artes. Aunque el romance terminó, el vínculo que los unía era tan fuerte que decidieron seguir viviendo juntos como mejores amigos, compartiendo su hogar y el cuidado de cinco perros a los que consideraban sus hijos.
Para el año 2006, Betty tenía 45 años. Vivía en la zona de El Manantial con Julio y llevaba una vida estable, dedicada por completo a su pasión por la enseñanza en el colegio franciscano. Era una profesional consolidada, una pieza fundamental en la comunidad educativa. Fue entonces cuando los pasillos del colegio comenzaron a llenarse de rumores. La directora actual estaba a punto de jubilarse, y entre los nombres que sonaban para sucederla, el de Betty Argañaraz resonaba con más fuerza que ningún otro. Su trayectoria impecable y el cariño que se había ganado la convertían en la candidata ideal. A finales de julio, los rumores se hicieron oficiales: a Betty se le comunicó que ella sería la nueva directora del colegio Padre Roque Correa.
La noticia la llenó de una mezcla de alegría y nerviosismo. Dirigir una escuela entera era una responsabilidad inmensa, muy diferente a estar al frente de una clase. Le apenaba la idea de alejarse de sus alumnos, de dejar de impartir clases, que era lo que más amaba. Sin embargo, la oportunidad representaba un crecimiento profesional y un necesario aumento de sueldo. Tras meditarlo, aceptó. El 30 de julio de 2006 fue un día de preparativos y emociones contenidas. Al día siguiente, el lunes 31, se celebraría la ceremonia de asunción, el acto formal en el que tomaría posesión de su nuevo cargo. Esa tarde, junto a Julio, preparó con esmero unas cartas y unos pequeños regalos para la directora saliente. Según Julio, Betty estaba visiblemente nerviosa, abrumada por la transición de ser la señorita Betty a convertirse en la directora. Era un salto que, aunque merecido, le imponía un profundo respeto.
El lunes 31 de julio amaneció como cualquier otro día en El Manantial. Betty se levantó temprano, alrededor de las siete, como era su costumbre. Tomó el autobús de la línea 103 que la llevaría hacia el centro de la ciudad. Sin embargo, aquel día su rutina se desvió. En lugar de dirigirse directamente al colegio, se bajó en la parada de la avenida Alem y la calle La Valle. Allí, hizo algo que no solía hacer: tomó un remis. En Tucumán, un remis no es un taxi que se para en la calle, sino un servicio que se contrata por teléfono a través de una agencia, con un precio ya pactado. Era un medio de transporte común en la zona. Testigos la vieron subir al vehículo y dirigirse hacia un destino que no era el colegio Padre Roque Correa.
En el colegio, la expectación crecía. Profesores, alumnos y directivos esperaban a la nueva directora para dar comienzo a la ceremonia. Habían preparado una pequeña celebración para homenajearla. Pero los minutos pasaban, y Betty no llegaba. La inquietud inicial dio paso a la preocupación. Betty era la personificación de la puntualidad y la responsabilidad. Si alguna vez se ausentaba por enfermedad, siempre avisaba con antelación. Su ausencia, precisamente en un día tan señalado, era completamente anómala. Las llamadas a su teléfono móvil se perdían en el vacío, sin respuesta. Desde el colegio, contactaron a su hermana Liliana, quien sintió una punzada de alarma inmediata. A su vez, Liliana llamó a Julio Navarro, y la preocupación se convirtió en una angustia compartida. Juntos, comenzaron a recorrer las calles de Tucumán, preguntando, buscando una pista, un rostro familiar que la hubiera visto. Pero no había rastro de Betty. Cuando la noche cayó sin noticias, tomaron la decisión de denunciar su desaparición.
La respuesta inicial de la policía fue la habitual y frustrante burocracia: debían esperar 24 horas. Pero Liliana Argañaraz no era una mujer dispuesta a quedarse de brazos cruzados. Su insistencia fue tal que logró llevar el caso hasta el Ministerio Público, donde se encontró con la fiscal Adriana Yaroni. Este encuentro sería decisivo para el destino de la investigación. Yaroni no era una fiscal cualquiera; sobre sus hombros pesaba la sombra de un caso reciente que había cubierto de vergüenza a las instituciones tucumanas: el caso de Paulina Lebbos.
Apenas seis meses antes de la desaparición de Betty, Paulina, una joven de 22 años, había desaparecido tras salir de una discoteca. Su cuerpo fue encontrado sin vida semanas después, estrangulado y abandonado a un costado de una ruta. La investigación fue un desastre, plagada de negligencias y pistas ignoradas. El caso nunca se resolvió, pero en la conciencia colectiva de Tucumán flotaba la sospecha de que los culpables eran los llamados hijos del poder, jóvenes influyentes con conexiones que garantizaban su impunidad, una historia que recordaba dolorosamente a otros casos célebres de la crónica negra argentina. El caso Lebbos había dejado una cicatriz de desconfianza y resentimiento. Por eso, cuando el caso de Betty Argañaraz llegó a su despacho, la fiscal Yaroni supo que no podía permitirse otro fracaso. Esta vez, la investigación sería implacable.
La fiscal se puso en marcha de inmediato. Las primeras entrevistas con Liliana y Julio confirmaron sus sospechas: la desaparición de Betty no había sido voluntaria. Era impensable que una mujer tan comprometida abandonara todo en el día más importante de su carrera. La investigación se activó el 1 de agosto, y el primer paso fue localizar al conductor del remis que había transportado a Betty esa mañana. El hombre fue encontrado rápidamente e interrogado. Durante unas horas, se convirtió en el principal sospechoso, pero su testimonio fue claro y coherente. Declaró haber dejado a Betty en la calle Catamarca, a la altura del número 30. Varios testigos de la zona corroboraron su versión, afirmando haber visto a una mujer con la descripción de Betty bajarse del vehículo en ese preciso lugar. El conductor fue liberado, y la investigación se centró en esa dirección.
¿Qué había en la calle Catamarca número 30? Allí se encontraba el apartamento de dos mujeres: Susana del Carmen Acosta y Nélida Fernández. La conexión fue inmediata y escalofriante. Susana Acosta no era una desconocida; era compañera de trabajo de Betty en el colegio Padre Roque Correa. Ambas mujeres compartían un pasado singular: habían sido novicias. Se conocieron en el noviciado de Córdoba, donde se preparaban para consagrar su vida a la fe. Sin embargo, justo antes de tomar los hábitos, decidieron abandonar la vida religiosa y regresar a Tucumán. Susana encontró trabajo como docente en el mismo colegio que Betty y, con el tiempo, ascendió al puesto de secretaria. Nélida, por su parte, trabajaba en la municipalidad y ocupaba un cargo en el sindicato de empleados públicos.
Lo que muchos no sabían era que Susana y Nélida no eran simplemente amigas o compañeras de piso. Eran pareja. En el Tucumán conservador de 2006, mantenían su relación con discreción, presentándose como compañeras de vida. Vivían juntas, habían adoptado a una niña y, además de su apartamento en la ciudad, poseían una pequeña casa de campo en El Cadillal, a las afueras. La relación de Susana con Betty era, en apariencia, cordial. Incluso habían colaborado en la organización de un regalo de despedida para la directora saliente. Sin embargo, a medida que los investigadores comenzaron a indagar en el entorno del colegio, emergió una verdad más oscura.
Varios testimonios apuntaban a que Susana Acosta albergaba un profundo resentimiento hacia Betty. Ella también había aspirado al puesto de directora y sentía que se lo merecía más que nadie. Consideraba que su trabajo como secretaria le daba más derecho al cargo y no ocultaba su envidia. Se supo que había tenido enfrentamientos verbales con Betty por este motivo, convencida de que le habían arrebatado una oportunidad que le correspondía. La comidilla en la sala de profesores era que Susana no había aceptado de buen grado la promoción de su colega. La fiscal Yaroni sintió que este era el hilo del que debía tirar, un móvil plausible que transformaba una relación cordial en un escenario de celos profesionales con un potencial letal.
El siguiente paso fue analizar las comunicaciones telefónicas. Yaroni solicitó a la compañía telefónica los registros de llamadas y mensajes del móvil de Betty. Lo que descubrieron fue la pieza que faltaba en el rompecabezas. La noche anterior a su desaparición, Betty había recibido un mensaje de texto. Un mensaje breve y, en retrospectiva, siniestro: Vení temprano que te tengo un regalito. Betty había respondido: Ya voy. Julio Navarro confirmó a la policía la existencia de este mensaje; la propia Betty se lo había comentado. El mensaje provenía de un número que, tras una rápida investigación, se determinó que era utilizado por Susana Acosta. De repente, todo encajaba. Betty no había desviado su ruta por capricho. Había ido a la casa de sus colegas, probablemente pensando que le habían preparado una sorpresa para felicitarla por su nuevo cargo, un gesto para limar asperezas.
Sin embargo, había un problema legal. Aunque el teléfono era usado por Susana, la línea estaba registrada a nombre de otra persona, un familiar. Esto impedía a la fiscalía obtener una orden de allanamiento para el apartamento de la calle Catamarca, ya que no se podía vincular legalmente el número con las residentes del domicilio. Era un callejón sin salida burocrático que amenazaba con detener la investigación en su punto más crítico. Fue entonces cuando Adriana Yaroni demostró un ingenio extraordinario. Con una grabadora en mano, marcó el número de teléfono en cuestión. Cuando una voz de mujer respondió, Yaroni preguntó con frialdad: ¿Hablo con Nélida Fernández?. La respuesta fue un sí dubitativo. Yaroni colgó. Era todo lo que necesitaba. Tenía la prueba, grabada, de que ese teléfono era utilizado por una de las habitantes del domicilio. Con esta evidencia, se presentó ante el juez Alfonso Zotoli y obtuvo la orden de allanamiento.
Cuando la policía llegó al apartamento de la calle Catamarca 30, Susana y Nélida se mostraron sorprendentemente tranquilas, como si no tuvieran nada que ocultar. Una de ellas incluso ofreció café a los investigadores, un gesto surrealista que fue cortado de raíz. A primera vista, el lugar estaba impecable, ordenado hasta el último detalle. Pero la brigada de criminalística no buscaba lo que se veía a simple vista. Sacaron el luminol, esa sustancia química que, bajo luz ultravioleta, revela la presencia de sangre incluso después de una limpieza exhaustiva. Y entonces, el horror se manifestó.
La luz azul espectral del luminol comenzó a pintar las paredes y los muebles. Pequeñas manchas de sangre, invisibles al ojo humano, aparecieron en los marcos de las puertas, en el sofá, en el cabecero de una cama. Eran salpicaduras que delataban una violencia extrema. Pero lo más aterrador fue cuando aplicaron el reactivo en otras zonas. El sumidero del baño y el desagüe de la cocina se iluminaron por completo, revelando que una cantidad ingente de sangre había sido lavada y enviada por las cañerías. El apartamento entero había sido el escenario de una masacre. Las pruebas de ADN confirmaron posteriormente que la sangre pertenecía a Betty Argañaraz. La cantidad encontrada era incompatible con la vida. En ese momento, la búsqueda de una persona desaparecida se transformó en la investigación de un homicidio.
El examen de los cuerpos de las sospechosas arrojó más pruebas. Ambas presentaban arañazos, rasguños y moretones en brazos y manos, heridas defensivas que sugerían una lucha encarnizada. La inspección de su coche, un Ford Orion, también reveló restos de sangre de Betty. La segunda residencia en El Cadillal fue registrada, pero allí solo se encontraron restos de animales enterrados. El cuerpo de Betty seguía sin aparecer, y hasta el día de hoy, nunca ha sido encontrado. A pesar de ello, la fiscalía estaba convencida de tener a las culpables. La hipótesis principal, basada en el hallazgo de restos de sangre en una sartén, era que habían golpeado a Betty con ella cuando llegó a la casa, y luego se habían deshecho del cuerpo de una manera metódica y brutal, posiblemente desmembrándolo.
Susana Acosta y Nélida Fernández fueron detenidas y enviadas al correccional de mujeres de Tucumán. En sus traslados a los juzgados, aprovechaban la presencia de las cámaras para clamar su inocencia. Gritaban que eran víctimas de una caza de brujas, que todo era una conspiración motivada por su condición de lesbianas. Llegaron a sugerir que la sangre encontrada en su casa podía ser de Betty, pero producto de una menstruación durante alguna visita anterior. Una explicación tan inverosímil como ofensiva. La investigación se extendió al hermano de Nélida, Luis Fernández, que trabajaba como conductor de remis. Las sospechas de que podría haber ayudado a deshacerse del cuerpo lo llevaron a darse a la fuga, aunque finalmente fue capturado. Sin embargo, durante el juicio, fue absuelto por falta de pruebas.
En diciembre de 2009, se celebró el juicio contra Susana del Carmen Acosta y Nélida Fernández. Fue un proceso mediático que mantuvo en vilo a toda la provincia. La ausencia del cuerpo de la víctima representaba un desafío legal formidable. Sin embargo, el tribunal consideró que el cúmulo de pruebas circunstanciales era tan abrumador que no dejaba lugar a dudas razonables. El rastro de sangre, el móvil de los celos, el mensaje de texto, las heridas defensivas y las contradicciones en sus declaraciones conformaban una cadena de indicios irrefutable. En una sentencia histórica para la justicia argentina, ambas fueron declaradas culpables de homicidio y condenadas a 20 años de prisión. Fue uno de los primeros casos en el país en que se lograba una condena por asesinato sin haber encontrado el cadáver de la víctima.
Su vida en prisión estuvo llena de particularidades que no hicieron más que añadir indignación al dolor de la familia Argañaraz. Fueron alojadas en la misma cárcel, lo que les permitió continuar con su relación. En 2013, se casaron en una ceremonia dentro del penal. Recibían visitas regulares de su hija, manteniendo un vínculo familiar que ellas le habían negado para siempre a la familia de Betty. Mientras tanto, Liliana Argañaraz, convertida en un símbolo de lucha incansable, suplicaba a las asesinas de su hermana. Les pedía, por favor, un acto de humanidad. Ya estaban condenadas, su suerte estaba echada. No recibirían más pena por revelar dónde estaba el cuerpo. Solo les pedía un lugar donde poder llorar a Betty, un lugar para iniciar el duelo que les había sido robado. Pero sus súplicas siempre chocaron contra un muro de silencio y crueldad.
En 2015, la historia dio otro giro. Nélida Fernández inició un proceso de transición de género y pidió ser llamada Marcos Daniel. La familia de Betty solicitó que fuera trasladado a una cárcel de hombres, pero la petición fue denegada por motivos de seguridad. Los años pasaron, y en mayo de 2020, ambas obtuvieron el beneficio de salidas transitorias, dos veces por semana, con un dispositivo de seguimiento electrónico. La libertad condicional parecía cada vez más cerca. Sin embargo, pocos meses después, la pulsera de Marcos Daniel emitió una alerta: había violado las condiciones de su permiso, transitando por una zona no autorizada. La justicia revocó su beneficio y fue devuelto a prisión.
La lucha de Liliana, sin embargo, no ha estado exenta de peligros. En un acto de intimidación cobarde y violento, desconocidos arrojaron un cóctel molotov contra su coche. Un ataque que se presume provino del entorno de las condenadas, un recordatorio brutal de que la maldad que acabó con la vida de su hermana seguía latente.
El caso de Betty Argañaraz es una crónica de la oscuridad que puede anidar en el alma humana. Un asesinato impulsado no por la avaricia o la pasión descontrolada, sino por la más corrosiva de las emociones: la envidia. Susana Acosta no podía soportar el éxito de su colega, un éxito que ella creía merecer. ¿Qué pensaba lograr con su crimen? ¿Creía que, con Betty fuera del mapa, el puesto de directora sería suyo automáticamente? La lógica se desvanece ante la irracionalidad de un acto tan atroz. Dos mujeres, que en su día buscaron la vida espiritual, se convirtieron en las artífices de un crimen despiadado, escondiendo su brutalidad tras una fachada de normalidad.
Hoy, la condena está cumplida en gran parte, pero la verdadera justicia sigue ausente. Porque la justicia para la familia Argañaraz no reside solo en ver a las culpables tras las rejas, sino en poder darle a Betty un entierro digno. El secreto de su paradero final sigue encerrado en el silencio de sus asesinas, un último acto de tortura psicológica infligido a una familia que solo anhela la paz. El misterio de Betty Argañaraz persiste, no en la identidad de sus verdugos, sino en la pregunta que resuena en los valles de Tucumán: ¿Dónde está Betty? Una pregunta sin respuesta, un eco de dolor que el tiempo no ha podido acallar.