Categoría: TRUE CRIME

  • Ed Gein: La Verdad Oculta Tras el Monstruo que Netflix Ignoró

    La Sombra de Ed Gein: El Monstruo que Inspiró Nuestras Peores Pesadillas

    Hay un hilo oscuro que une al Silencio de los Inocentes, Psicosis y La Masacre de Texas. Más allá de ser obras maestras del suspenso y el terror, todas comparten un villano memorable, una figura que se ha incrustado en la psique colectiva. Y para todos esos villanos, hubo una inspiración compartida: un sujeto que, a finales de la década de 1950, dejó anonadada a toda una nación con sus terribles actos. Actos que, como queda claro, se marcarían a fuego en nuestro inconsciente.

    Una niñez rota, grandes dosis de aislamiento y una madre autoritaria y obsesionada con el infierno fueron los ingredientes que conformaron el caldo de cultivo del que emergería una mente que, al día de hoy, sigue siendo investigada por su perversidad y su complejo y perturbador vínculo con la muerte. ¿Cuál fue el recorrido que hizo esa mente antes de descender al más oscuro de los abismos? ¿Por qué se volvió tan icónico un sujeto que, oficialmente, solo mató a dos mujeres? ¿Cuál fue su condena? Y más importante aún, ¿por qué su historia nos sigue atrayendo con una fuerza tan macabra? Para responder a estas y otras preguntas, es necesario que nos sumerjamos en el oscuro caso de Ed Gein, el monstruo de Wisconsin.

    Una Granja Aislada del Mundo

    El paisaje de Wisconsin a principios del siglo XX tenía algo de inhóspito. Largas extensiones de terreno baldío, inviernos rigurosos que parecían borrar toda huella de vida y pueblos pequeños donde todos se conocían y donde cualquier diferencia se volvía motivo de comentario. En ese marco nació en 1906 Edward Theodore Gein. Era el segundo niño del matrimonio formado por George y Augusta. Su hermano mayor, Henry, había nacido en 1901 y, aunque no lo sabía, terminaría siendo la posible primera víctima de una bestia que aterrorizaría esa parte del mapa.

    Los primeros llantos de Ed fueron dados en La Crosse County, antes de que la familia se trasladara al remoto y diminuto pueblo de Plainfield. Plainfield era una comunidad rural de pocos habitantes, donde las costumbres conservadoras y religiosas marcaban el ritmo de la vida cotidiana. Para los locales, todos los miembros del clan Gein fueron vistos como extraños de inmediato, en parte por la actitud de Augusta, en parte por el hermetismo que rodeaba su vida doméstica.

    La granja que habían adquirido le permitía a la familia un aislamiento potenciado. De hecho, se supone que la matriarca había elegido aquella porción de tierra justamente por esa característica en particular. Para Augusta, esa granja no era solo un lugar de residencia, sino un escenario donde imponer sus creencias y moldear a sus hijos según su visión del bien y del mal. Lisa y llanamente, la mujer deseaba mantener a Henry y Edward lejos de lo que ella consideraba corrupto. ¿Y qué era lo corrupto? Para Augusta, todas las mujeres eran pecadoras por naturaleza, salvo ella misma. Transmitía a Ed que el sexo era la raíz de la maldad y que las mujeres eran impuras y destructivas. Para ella no había matices, y la manera en que educó a sus hijos reflejaba esa visión binaria y sofocante.

    Por su parte, George, el progenitor de los pequeños, era un hombre alcohólico y con escasas habilidades sociales o laborales. Según algunos documentos de la época, se supo que la tragedia estaba en su sangre. A los tres años había quedado huérfano luego de que una crecida del río Misisipi acabara con sus padres y hermanos. De allí en adelante, su devenir había sido caótico y errante, su educación había sido nula y su capacidad de acceder a trabajos dignos, más que limitada. George fracasaba en cada empleo que intentaba sostener, lo que lo volvió objeto de la ira de Augusta, que seguía encontrando en la Biblia y en su interpretación estricta la única guía de vida.

    La pareja discutía acaloradamente y no dudaban en llevar esas disputas al plano físico. En más de una ocasión se habían levantado la mano mutuamente, derivando aquello en una clara situación de violencia que pronto hizo mella en la psiquis de los pequeños. Sin embargo, y en propias palabras de Ed, no fueron los golpes que se daban al horario de la cena lo que lo marcaría de por vida, sino un hecho puntual. En una ocasión, había salido de su cuarto y había ido hasta una habitación en la que no le tenían permitido entrar. Allí había visto a sus padres en una situación inusual que se le grabaría a fuego. Augusta y George estaban matando a un cerdo. Ver la sangre salpicando las paredes y escuchar los gritos desesperados del animal lo habían excitado. No era del todo consciente en ese momento, pero la muerte acababa de seducirlo.

    Entre Libros y Sermones

    George murió en 1940 tras años de deterioro físico y emocional, dejando a sus hijos bajo la autoridad indiscutida de su madre. Lo cierto es que nadie lo extrañó. La mujer solía menospreciarlo y subestimarlo, quitándole autoridad frente a los pequeños que apenas sentían cariño o respeto por él.

    Mientras otros niños jugaban en el pueblo, los Gein se mantenían apartados. Augusta prohibía a sus hijos tener amigos, y cuando Ed intentaba vincularse, recibía sermones sobre los peligros del pecado y sobre cómo, con cada accionar, se alejaba de la inmortalidad. Así fue que el chico adquirió una personalidad tímida y retraída. Era extremadamente apegado a su madre y no contemplaba la chance de contradecirla o rebelarse a sus órdenes.

    Sus compañeros de clase lo describían como un niño extraño, callado, con dificultades sociales y objeto frecuente de burlas. Además, Ed tenía un tic en la forma de sonreír, lo que lo hacía parecer fuera de lugar. Su mirada solía ser esquiva y evitaba confrontar tanto con adultos como con otros de su edad. Aunque era inteligente en la escuela, no pasaba de ser un alumno promedio. Los recreos siempre lo encontraban con las manos en los bolsillos y perdido en los recovecos de su imaginación, al menos hasta que descubrió las virtudes de la pequeña biblioteca del establecimiento.

    Su creciente fascinación por la lectura lo llevó a consumir obras sobre anatomía, crímenes y relatos pulp. Gracias a esas páginas podía asomarse a un territorio vedado para él, un territorio dominado por lo que le habían enseñado a considerar profano: el sexo, las mujeres, los asesinatos. Lo que Ed leía a escondidas servía de contrapunto para su costado devoto, obediente y puro. El mismo niño que se arrodillaba frente a su progenitora para rezar y autocastigarse por haber mirado de más a una compañera, luego se escondía bajo las sábanas y, a la luz de una vela, se aventuraba en relatos repletos de salvajismo.

    Mientras Augusta leía a sus hijos pasajes de la Biblia que enfatizaban el castigo y la condena eterna, algunos autores de la época colmaban de femmes fatales los sueños de Ed. En definitiva, mientras la madre predicaba inocencia, en Ed se acumulaban fantasías reprimidas, deseos no resueltos y una incapacidad consciente de diferenciar entre emociones complejas. Con el tiempo, lo que para cualquier otro niño hubiera sido solo una infancia dura, en Ed se transformó en algo más profundo: un vacío social, emocional y afectivo del que nunca pudo salir. De esta manera, el pueblo, con su calma engañosa, se convirtió en la cuna de aquel que luego sería conocido como el Carnicero de Plainfield.

    La Muerte Visita a los Gein

    Pasaron unos años y el contraste entre Henry y Ed se hizo evidente. Henry comenzó a cuestionar la influencia de su madre, mostrando cierto rechazo hacia su fanatismo religioso y su control absoluto. Incluso llegó a expresar a personas cercanas su preocupación por la dependencia que Ed tenía hacia Augusta. Ed, en cambio, como vimos, absorbía sin resistencia cada palabra de la mujer. Para él, Augusta no era solo una guía espiritual; era la única fuente de verdad, por eso jamás la cuestionó. Cuando ella le dijo que, acabado el colegio, debía dedicarse enteramente a la vida en la granja, asintió feliz ante la idea de que su progenitora decidiera por él. Incluso se dice que Ed lloraba cuando Augusta lo reprendía, no por miedo al castigo físico, sino por temor a perder su aprobación.

    Esa relación de veneración se convirtió en el núcleo de su vida emocional. El joven defendía a su madre con vehemencia, por lo que empezó a tener discusiones cada vez más violentas con Henry, que, queriendo ayudarlo, le sugería que no era normal lo que les estaba pasando. Estos enfrentamientos se volvieron habituales entre los hermanos. Día tras día tenían intensos intercambios en los que el mayor de los Gein buscaba una fisura en las solemnes creencias de Ed. Mantenía la esperanza de poder sacarlo de aquel estado de entrega ciega. Pero era en vano. No importaba si hablaba con argumentos, desde el cariño o hasta con enojo. Ed siempre lo observaba negando con la cabeza, no pudiendo creer que alguien tuviera intenciones de manchar la noble reputación de esa mujer, que para él era poco menos que un ángel.

    Así, dadas las cosas, la enemistad entre los jóvenes se volvió insostenible hasta 1944. Aquella primavera, los dos hermanos trabajaban juntos en la quema de un campo cercano a la granja, una actividad cotidiana para quienes viven en esas zonas. De acuerdo con el reporte oficial, Ed perdió de vista a Henry durante el incendio y decidió pedir ayuda. Cuando los rescatistas se hicieron presentes, los condujo directamente hacia un montículo donde se encontraba el cuerpo de su hermano. Esto los sorprendió a todos, porque al principio Ed se había mostrado inquieto con respecto al paradero de Henry, pero luego les indicó exactamente dónde estaba tirado, como si él siempre lo hubiera sabido.

    El mayor de los Gein estaba muerto y con signos de haber sufrido asfixia. Los detalles levantaron sospechas. El cuerpo no mostraba quemaduras significativas y, según algunos informes, presentaba moretones en la cabeza. A pesar de esto, la policía local, poco habituada a investigaciones que implicaran muchos pasos, declaró la muerte como accidental y el caso se cerró. Nunca se comprobó si Ed había tenido que ver con la muerte de su hermano, pero la duda quedó flotando como una sombra que jamás se disipó.

    Sin embargo, la pérdida más devastadora llegaría poco después, ese mismo año, cuando Augusta sufrió una serie de derrames cerebrales que la dejaron debilitada y finalmente la condujeron a la muerte en diciembre de 1945. Para Ed fue un golpe del que nunca se recuperó. La única persona a la cual él había amado y temido desaparecería. Con su ausencia se derrumbaba su único punto de referencia. Los testimonios posteriores coinciden: la muerte de Augusta fue el quiebre definitivo.

    Ed tenía entonces 39 años y, a diferencia de la mayoría de los hombres de su edad, no tenía esposa, amigos cercanos ni un círculo social en el que apoyarse. Nunca había dejado de ser un niño apegado a su madre. Cuando Augusta dejó este plano, Ed quedó como único dueño de una enorme extensión de tierra, atrapado en un espacio lleno de recuerdos, con habitaciones enteras que decidió clausurar para mantenerlas intactas como un santuario dedicado a su progenitora. Fue en ese vacío absoluto, sin figuras que lo contuvieran ni vínculos externos que lo salvaran, cuando Ed comenzó a sumergirse en un universo privado de alucinaciones perturbadoras. Sus lecturas también se oscurecieron: redobló su apetito sobre crímenes reales, desarrolló predilección por los relatos sobre canibalismo y necrofilia, y acumuló más y más manuales médicos sobre anatomía femenina. Poco a poco, el duelo por la pérdida de Augusta se transformó en algo más: en la búsqueda enfermiza de recrear su presencia a través de otros cuerpos. La granja de Plainfield ya no sería un lugar apartado en el mundo, sino el epicentro de una pesadilla que estaba a punto de descubrirse.

    Doce Años de Terror

    Fueron doce años los que Ed pasó ocultando su verdadero rostro. En la superficie, Ed Gein era un vecino excéntrico, casi pintoresco. En el pequeño pueblo de Plainfield, donde todos se conocían, él ocupaba un lugar ambiguo. No estaba del todo integrado en la comunidad, pero tampoco generaba un rechazo abierto. Para muchos era simplemente el raro, un hombre solitario que, tras la muerte de su madre, se había vuelto aún más retraído. Se ganaba la vida con trabajos ocasionales: hacía reparaciones, cortaba el pasto, cuidaba niños de vecinos e incluso participaba en labores agrícolas. Los pobladores lo describían como alguien trabajador, servicial y de trato amable, aunque extraño. Su colección de revistas y libros sangrientos era vista como un pasatiempo inofensivo.

    Sin embargo, había detalles que dejaban entrever un costado más inquietante. Varias niñeras y madres de familia recordaban que Ed solía mirarlas de modo persistente, como perdido en oscuras cavilaciones. Esto incomodaba a algunos, que preferían no cruzarse con él ni hablar de las calaveras que el hombre empezó a poner de decoración en la puerta de su granja. Según decía, se las había regalado alguien que las había traído luego de su paso por la Segunda Guerra Mundial. Más allá de eso y de algunos susurros que sobrevolaban cuando caía la tarde, nadie imaginó lo que se terminaría descubriendo.

    Fue recién en 1957 cuando las cosas empezaron a cobrar un tinte escalofriante. El 16 de noviembre de aquel año amaneció como un día normal en Wisconsin. Era sábado y muchos se preparaban para la temporada de caza de venados. Entre ellos estaba Bernice Worden, dueña de la ferretería local, una mujer respetada en la comunidad. Su hijo, Frank Worden, era algo así como ayudante del sheriff del condado. Aquella mañana, Bernice atendía el negocio sola. Entre los clientes que entraron a la tienda estuvo Ed Gein, quien había pasado la tarde anterior conversando con ella. No era extraño verlo por allí; solía comprar herramientas, clavos o solventes.

    Horas después, cuando Frank regresó a la ferretería, encontró el local vacío. Su madre no estaba. Había rastros de sangre en el piso y una factura que registraba la venta de anticongelante a nombre de Ed Gein. Para Frank, aquello no era una simple desaparición. La evidencia apuntaba directamente hacia el vecino excéntrico de la granja aislada. Como es lógico, todas las alarmas se encendieron. La policía local, acompañada por el propio Frank, se dirigió esa misma noche al terreno que muchos consideraban maldito. Lo que encontraron excedió cualquier expectativa y trajo infinitas noches de insomnio a los desafortunados testigos.

    La Granja del Horror

    El escenario era la viva manifestación del síndrome de Diógenes, un trastorno del comportamiento que suele golpear a personas mayores, aunque no exclusivamente. Se lo llamaba así por una extraña ironía histórica. Diógenes de Sinope, el filósofo griego, predicaba la austeridad y vivía con lo mínimo, rechazando los bienes materiales. En cambio, quienes sufren de este síndrome hacen lo contrario: acumulan, guardan, almacenan sin medida hasta quedar sepultados en sus propios objetos.

    Pero no solo es acumulación. El síndrome arrastra consigo algo más profundo y doloroso: aislamiento social, descuido extremo de la higiene personal y del entorno, y una desconexión creciente con las normas de convivencia. Quien entra en una casa marcada por el síndrome de Diógenes siente un choque inmediato. Olores penetrantes, pasillos convertidos en túneles de bolsas, muebles invisibles bajo capas de papeles, envases y ropa vieja. Lo que para los demás es basura, para esa persona representa seguridad o control. El síndrome de Diógenes, en definitiva, es un intento desesperado de aferrarse a las cosas cuando ya se han perdido demasiados vínculos humanos.

    Esto es lo que pasaba con Ed, solo que había entre su basura rastros de algo mucho más perturbador. En un cobertizo, colgando de los tobillos y con la cabeza hacia abajo, estaba el cuerpo de Bernice Worden. Había sido despiezada como un animal de caza. Se le habían extraído los órganos y su torso estaba abierto en canal. La brutalidad del hallazgo paralizó a los agentes. Al registrar la propiedad, el horror se multiplicó. Cada habitación era una muestra grotesca de lo que Ed había estado construyendo en secreto durante años.

    Entre los objetos encontrados había cuencos fabricados con cráneos humanos, sillas y pantallas de lámpara tapizadas con piel, máscaras faciales confeccionadas con rostros desollados, una caja con narices humanas, un cinturón elaborado con pezones, una colección de labios colgados de un cordel y una capa hecha con torsos de mujer. La cabeza de otra víctima se conservaba en una bolsa de papel. Los agentes, acostumbrados a escenas de crimen doméstico o accidentes rurales, jamás habían presenciado nada similar. La granja Gein era más que un hogar; era un museo de la muerte, una construcción personal hecha de cadáveres y fetiches macabros. La noticia del hallazgo recorrió el país en cuestión de días. Los diarios nacionales hablaban del Carnicero de Plainfield, y Ed Gein pasó de ser un vecino raro a convertirse en el símbolo del mal más inexplicable.

    Confesiones de un Monstruo

    Ed Gein fue detenido esa misma noche. Lo trasladaron a la comisaría del condado de Waushara, donde comenzó una de las etapas más extrañas de la investigación: los interrogatorios. Los agentes esperaban encontrarse con un criminal frío, tal vez agresivo. En cambio, se toparon con un hombre de voz suave, actitud infantil y una extraña ingenuidad. Respondía con frases cortas, sonrisas nerviosas y una timidez desconcertante.

    Cuando le preguntaron por Bernice Worden, al principio negó haber estado con ella, pero la factura lo dejaba sin margen. Poco a poco comenzó a hablar. No lo hacía con la dureza de un asesino, sino con la calma de quien relata una rutina. Admitió que había matado a Bernice de un disparo con su rifle calibre 22 y luego la había llevado al cobertizo. Allí la había desollado del mismo modo que había visto hacerlo a los cazadores con los venados. Lo relataba sin emoción, como si describiera una tarea doméstica.

    Los investigadores fueron más allá. Le preguntaron por Mary Hogan, la dueña de una taberna desaparecida en 1954. Habían descubierto que a ella pertenecía la cabeza que habían hallado en una bolsa. Durante años, la desaparición de Mary había sido un misterio en Plainfield. Ed, sin inmutarse, reconoció haberla asesinado. Mary Hogan era una mujer de carácter áspero y lenguaje directo, que regentaba una de las pocas tabernas del pueblo. Su temperamento fuerte, según algunos investigadores, evocaba de alguna manera el recuerdo de su madre Augusta. La tarde del 8 de diciembre de 1954, Ed la visitó en el bar cuando ya estaba cerrado. Allí le disparó con un revólver, arrastró su cuerpo hasta su vehículo y lo llevó a la granja.

    Pero lo que más impactó a la policía no fueron las confesiones de los asesinatos, sino la explicación sobre los objetos hallados en su vivienda. Ed admitió que durante años había exhumado cadáveres de mujeres que le recordaban a su madre. De sus cuerpos extraía piel, huesos y órganos para confeccionar sus artesanías macabras.

    El Profanador

    Según explicaría el hombre, la muerte de Augusta había dejado un vacío imposible de llenar. Ed, incapaz de vincularse con otras mujeres y atormentado por la represión inculcada por su madre, comenzó a buscar una forma de traerla de vuelta. Esa necesidad enfermiza lo condujo a los cementerios de Plainfield y alrededores.

    Confesó que leía con atención los obituarios publicados en los diarios locales. Buscaba nombres de mujeres recientemente fallecidas, de mediana edad, que en su aspecto o complexión física le recordaran a su progenitora. Cuando encontraba a alguien que coincidía con su ideal, esperaba que anocheciera, tomaba sus herramientas y se dirigía al cementerio. Entre 1947 y 1952 realizó numerosas incursiones nocturnas, exhumaba ataúdes, extraía los cuerpos y los trasladaba a su granja.

    En su casa, la línea entre artesanía y ritual necrofílico se borraba. No se trataba simplemente de coleccionar restos. Ed estaba intentando recrear la presencia femenina en su vida, confeccionando un traje de mujer con piel humana que, según declaró, le permitiría transformarse en su madre. Las autoridades descubrieron después que había hecho experimentos de taxidermia con los cuerpos. Aunque la necrofilia como tal nunca se comprobó de manera absoluta, la obsesión por los cuerpos y el contacto íntimo con ellos dejan margen para la duda.

    Para el pueblo, las desapariciones en los cementerios eran atribuidas al vandalismo. Nadie imaginaba que eran obra de ese vecino que caminaba lento y silencioso por el centro. La granja se había convertido en un laboratorio del horror, una casa habitada por la obsesión de un hombre que ya no distinguía entre la devoción a su madre y la necesidad de poseer físicamente lo que la muerte le había arrebatado.

    Juicio, Encierro y Muerte

    Tras su arresto y confesiones, Ed Gein se convirtió en el centro de atención nacional. En lo legal, la situación era compleja. Los psiquiatras que lo examinaron coincidieron en que sufría graves trastornos mentales, esquizofrenia y psicosis. En 1958 fue declarado no apto para ser juzgado y enviado al Central State Hospital for the Criminally Insane en Waupun, Wisconsin.

    El juicio por el asesinato de Bernice Worden finalmente se llevó a cabo años después, en 1968, cuando un tribunal lo declaró culpable, pero legalmente insano. La sentencia lo envió de por vida al Mendota Mental Health Institute. Durante sus años en el hospital, Ed se comportó como un paciente dócil y colaborador. Los médicos lo describían como un hombre amable, un anciano tímido muy lejos de la imagen del monstruo que la prensa había construido.

    Mientras tanto, en Plainfield, la granja Gein se convirtió en lugar de peregrinaje de curiosos. En 1958, antes de que fuera subastada, la casa ardió en un incendio sospechoso. Nunca se identificó al responsable. Ed Gein permaneció internado hasta su muerte por cáncer el 26 de julio de 1984, a los 77 años. Fue enterrado en el cementerio de Plainfield, en la misma parcela donde descansaban sus padres y su hermano. Con el tiempo, su tumba fue objeto de vandalismo. En el año 2000, su lápida fue robada y recuperada un año después. Hoy, su tumba permanece sin marcar.

    El Mal en la Cultura Popular

    La historia de Gein no terminó con su muerte. Su figura ya había escapado del expediente policial para convertirse en un arquetipo del horror moderno. El primer gran impacto cultural vino de la mano de Robert Bloch, autor de la novela Psicosis en 1959. Bloch, que vivía a pocos kilómetros de Plainfield, creó a Norman Bates, un hombre retraído, atado de manera enfermiza a la figura de su madre. La icónica adaptación de Alfred Hitchcock consolidó este paralelismo.

    En los años 70, el horror cinematográfico encontró otra encarnación en Gein: Leatherface, el villano de La Masacre de Texas. El personaje usa una máscara hecha de piel humana y convierte restos en mobiliario, un eco directo de los hallazgos en la granja. En los 90, Buffalo Bill, el antagonista de El Silencio de los Inocentes, volvió a poner a Gein en el centro del terror popular. Este asesino ficticio confecciona un traje con la piel de sus víctimas para transformarse.

    Lo fascinante del mito es cómo Gein encarna un tipo particular de terror: el monstruo doméstico. No es un genio criminal ni un hombre seductor. Es un granjero solitario, un vecino extraño, alguien que parecía inofensivo. Su horror surgió de un pueblo pequeño donde todos se conocían. Ed Gein, sin proponérselo, se convirtió en el padre involuntario de los monstruos del cine moderno.

    El Negocio del Morbo

    La fascinación por Gein llegó a materializarse en la compra y exhibición de sus objetos personales, consolidando un mercado que hoy conocemos como murderabilia. Uno de los casos más llamativos fue su camioneta Ford Sedan de 1949. Tras su arresto, fue adquirida por un operador de ferias que la transformó en una atracción itinerante llamada Ed Gein’s Ghoul Car. La exhibición fue criticada y finalmente cerrada.

    Se sabe también que una firma de Gein fue subastada por miles de dólares. En el año 2000, un pedazo de tierra extraído de su tumba se vendió en eBay por 27,48 dólares. Este fenómeno refleja un aspecto perturbador de su legado: la fascinación no solo por revivir el horror, sino por convertirlo en objeto de culto y de consumo.

    Final

    Hay en estas historias muchos detalles difíciles de corroborar. Se dice que la granja de Gein fue incendiada para que no tentara a otros, pero también se rumorea que fueron los propios agentes de la ley quienes incentivaron el hecho para cerrar el caso. Tampoco se sabe si hubo más asesinatos. Un rumor persistente remarca que la autoridad prefirió no engrosar la lista de víctimas.

    Otra historia muy difundida dice que entre los cadáveres profanados estaba el de la mismísima Augusta, y que Ed dormía con su cuerpo en putrefacción. Se supone que los investigadores ocultaron este hecho para no añadir más perversidad al caso. Las piezas macabras que Ed fabricó fueron destruidas, aunque algunos afirman que se subastaron en el mercado negro.

    Psicológicamente, el caso de Gein desnudó la compleja interacción entre abuso infantil, aislamiento y trastornos mentales. Su historia se convirtió en un ejemplo de cómo la psique humana, sometida a presiones extremas, puede dar lugar a comportamientos inimaginables. Un recordatorio de que, en ocasiones, el mal no tiene la forma de una leyenda, sino la escalofriante sencillez de lo cotidiano.

    En la oscuridad de Plainfield, la vida siguió, pero el eco de la locura de Ed Gein nunca se apagó. La pregunta obligada es, ¿con cuántos Ed Gein nos cruzamos a diario? Y quizás en esa comprensión reside el aprendizaje más inquietante. Conocer al monstruo no siempre implica derrotarlo, pero sí nos obliga a mirar más de cerca todo eso que somos capaces de ignorar para no perder nuestra propia cordura.

  • ¿Realmente no encajó el guante? El caso del asesinato de O.J. Simpson

    El Juicio del Siglo: Sangre, Fama y el Misterio de O.J. Simpson

    El viernes 17 de junio de 1994, un hombre tomó una decisión que lo convertiría en un fugitivo de la ley. Una infame persecución policial en la autopista de Los Ángeles, con más de una docena de coches de policía y helicópteros de televisión transmitiendo en directo, paralizó a una nación atónita ante la caída de su estrella más brillante. Esa estrella no era otra que O.J. Simpson.

    Aquella tarde, un ayudante del sheriff del condado de Orange avistó la Ford Bronco blanca en la autopista 5, en Santa Ana. Minutos después, a las 6:25, otro automovilista vio el vehículo y no dudó en detenerse en un teléfono de emergencia para informar de lo que sus ojos apenas podían creer. La llamada a la patrulla de carreteras fue breve pero electrizante: Creo que acabo de ver a O.J. Simpson en la autopista… se dirige al norte… tengo la matrícula de la Bronco blanca, 3CWZ03.

    La pregunta flotaba en el aire de todo el país: ¿Por qué un hombre que parecía tenerlo todo —la fama, el estrellato, el dinero— era buscado por el Departamento de Policía de Los Ángeles como si fuera un criminal común? La respuesta era tan oscura y brutal como la noche en que todo comenzó.

    Nicole Brown Simpson, la exesposa del famoso jugador de fútbol americano, junto a su amigo Ron Goldman, habían sido encontrados muertos, apuñalados salvajemente hasta la muerte frente a su casa. Un crimen que no solo sacudió a la nación, sino que la dividió por completo, trazando una línea invisible pero profunda en la arena social. ¿Se trataba de un caso sobre la verdad, o se había convertido en un campo de batalla sobre la raza? El veredicto de este caso recordaría a los estadounidenses el inmenso poder de la raza en su sociedad. Este es un viaje al corazón de las tinieblas, un vistazo a los traicioneros asesinatos que llevaron a O.J. Simpson a ser juzgado no solo por el estado, sino por toda una nación en lo que se conocería para siempre como El Juicio del Siglo.

    Con todos los ojos apuntando a O.J. Simpson como el principal sospechoso, es imperativo diseccionar las abrumadoras pruebas en su contra en uno de los juicios más publicitados y una de las escenas del crimen más infames de la historia moderna.

    El Sueño Americano: Ascenso de una Leyenda

    En medio de una tensión racial que bullía bajo la superficie de los Estados Unidos, Orenthal James Simpson, O.J., logró lo impensable: cautivó los corazones y las mentes de todas las razas, de hombres y mujeres por igual. Era un ícono americano, la encarnación misma del Sueño Americano. Apodado The Juice, creció para convertirse en un corredor de la NFL que batía récords, un miembro del Salón de la Fama y una estrella de la gran pantalla que lo tenía todo: el aspecto, el carisma y la riqueza. No solo se convirtió en una leyenda del fútbol, sino que conquistó por completo el mundo del deporte y el entretenimiento.

    A pesar de los reveses de su juventud, O.J. sentía una pasión y un impulso irrefrenables por el deporte, sabiendo desde muy joven que quería hacer de ello su carrera. Jugó para su equipo, los Galileo Lions, en la entonces conocida como Galileo High School en San Francisco, antes de asistir al City College de San Francisco de 1965 a 1966, destacando tanto en la ofensiva como en la defensiva. Fue incluido como corredor en el equipo All-American de los junior colleges. O.J. había comenzado a forjar su nombre en el mundo del deporte. Cincuenta universidades querían reclutarlo, pero él eligió la Universidad del Sur de California tras recibir una beca deportiva.

    En 1967, corrió 1.543 yardas y anotó 13 touchdowns. Al año siguiente, en 1968, elevó la cifra a 1.880 yardas. El partido de fútbol de 1967 entre la USC y la UCLA es considerado uno de los más grandes del siglo XX. En 1968, recibió el Trofeo Heisman, el Premio Walter Camp y el Premio Maxwell. Ese mismo año, firmó un contrato televisivo con ABC. O.J. ya era una estrella.

    En 1973, se convirtió en el primer jugador de la NFL en correr más de 2.000 yardas en una sola temporada. La gente amaba a O.J. Se había convertido en un nombre familiar, un ícono deportivo venerado. Pero eso no era suficiente para The Juice. Quería conquistar también el mundo del cine y la televisión. Tras retirarse del fútbol profesional en 1979, Simpson se embarcó en una lucrativa carrera como comentarista deportivo y actor. Ya había incursionado en la actuación mientras era atleta activo, destacando su papel en la película de 1974 The Klansman, donde interpretaba a un hombre acusado falsamente de asesinato por la policía. Irónicamente, luchaba contra el clan bala por bala, calor por calor.

    Más tarde, Simpson apareció en la exitosa comedia The Naked Gun en 1988 y sus secuelas, interpretando a un torpe detective asistente. Aparecía regularmente en anuncios de televisión para la compañía de alquiler de coches Hertz, donde se le veía saltando sobre maletas y otros obstáculos en un esfuerzo por coger un vuelo. Además, trabajó como comentarista para Monday Night Football y la NFL en la cadena NBC.

    Estábamos en los años 70, apenas una década después de la Ley de Derechos Civiles de 1964. América se había enamorado de Simpson por su habilidad para correr con un balón de fútbol con más gracia y elusividad que nadie. Simpson aspiraba a unirse a la estratosfera de la élite de la sociedad de celebridades blancas de Los Ángeles y eligió creer que podía trascender la división racial, flotando por encima de esa realidad con la misma facilidad con la que parecía deslizarse sobre los campos de fútbol de la NFL.

    Líderes de los derechos civiles en Los Ángeles y amigos de la infancia como Joe Bell, del proyecto de viviendas de San Francisco donde creció Simpson, lo consideraban una causa perdida. Bell recordaba visitar a Simpson en su lujosa casa de Brentwood y ver a su amigo jugar al tenis en un entorno suburbano enrarecido, sacado de una historia de John Cheever. No solo eran los dos únicos hombres negros en el grupo, sino que estaban cerca de ser los únicos dos hombres negros en toda la zona que no estaban contratados para realizar trabajos manuales. Bell le dijo a Simpson que esa gente no querría tener nada que ver con él si no fuera O.J. Pero la respuesta de Simpson fue una risa despreocupada: Pero soy O.J.

    Mientras asistía a la predominantemente blanca Universidad del Sur de California, Simpson aprendió a adaptarse, a hacer que sus audiencias blancas, como sus compañeros de clase, se sintieran cómodas, un truco que utilizaría en su vida adulta. Se ha informado que otros atletas negros de élite que trabajaron con Simpson no se sintieron bienvenidos por él ni sintieron ningún tipo de afinidad racial, llegando a calificar su impulso por el éxito como peligroso. O.J. había comenzado a perder el apoyo de la comunidad afroamericana, muchos de los cuales creían que los había dejado atrás para vivir en la opulenta sociedad blanca. Y esto no era lo único que iba mal para O.J. Sus problemas no habían hecho más que empezar.

    Grietas en el Paraíso: Un Amor Marcado por la Violencia

    Con su carrera en perfecto orden, no era de extrañar que un hombre tan deseable como O.J. también se asegurara de que su vida romántica estuviera intacta. El 24 de junio de 1967, Simpson se casó con su novia del instituto, Marguerite L. Whitley. La pareja tuvo tres hijos juntos: Arnell, Jason y Aaren. Trágicamente, su hija Aaren murió un mes antes de cumplir dos años al ahogarse en la piscina familiar.

    Mientras el estrellato de O.J. seguía creciendo, su esposa Whitley se mantuvo fuera del foco mediático, una decisión que tomó por voluntad propia. Whitley consideraba que la fama de su marido era un detrimento para su matrimonio. En una entrevista, O.J. declaró: Mi esposa es una persona privada, pero no podemos caminar por la calle sin causar un revuelo. Whitley y O.J. se divorciaron ese año, en parte debido a las presiones de la celebridad de O.J., pero también, y posiblemente principalmente, debido al romance de dos años que la estrella ya mantenía con la mujer que se convertiría en su segunda esposa, Nicole Brown Simpson.

    Aún casado con su primera esposa, O.J. conoció a una joven que captó su atención al instante y que pondría su mundo patas arriba: Nicole Brown. La pareja se conoció cuando Nicole tenía solo 18 años y trabajaba como camarera en The Daisy, un exclusivo club de Beverly Hills. O.J. todavía estaba casado, pero eso no impidió que ambos se enamoraran rápidamente y comenzaran a salir. O.J. se divorció de su primera esposa en 1979 y, en 1985, él y Brown se casaron en su palaciega casa del lujoso barrio de Brentwood en Los Ángeles. Ese año, la pareja dio la bienvenida a una hija, Sydney, y tres años después tuvieron un hijo llamado Justin.

    Pero este matrimonio tampoco estaba destinado a ser un éxito. Nada podría haber preparado a Nicole para lo que estaba por venir. Apenas cuatro años después de su matrimonio con Brown, en 1989, O.J. fue acusado de abuso conyugal. Una llamada al 911 de aquel entonces es un escalofriante presagio del horror que vendría.

    Una operadora de emergencias recibió la llamada. Nicole, con la voz quebrada por el pánico, suplicaba que enviaran a alguien a su dirección en Gretna Green. Ha vuelto, repetía. Cuando le preguntaron qué aspecto tenía, su respuesta fue un susurro cargado de terror: Es O.J. Simpson. Creo que conocen su historial. Explicó que acababa de llegar en su Bronco blanca, que había derribado la puerta trasera para entrar. La operadora intentó mantenerla en la línea, pero el miedo de Nicole era palpable. Se podía oír a O.J. gritando de fondo. Nicole temía por su vida y por la de sus hijos, que dormían en la casa. Va a pegarme una paliza, gritó antes de que la línea se llenara de ruidos de una confrontación.

    A pesar de que su reputación estaba en juego, O.J. intentó minimizar el incidente en una declaración leída por su representante. Afirmó que tuvieron una discusión que se intensificó y que se llamó a la policía, pero que afortunadamente ninguno de los dos necesitó tratamiento médico. Sin embargo, el informe policial contradecía directamente su versión. Los agentes que llegaron al lugar escucharon a Nicole gritar: ¡Me va a matar! El informe mostraba que había sido tratada en un hospital por un ojo morado, contusiones y un labio cortado. O.J. fue acusado de agresión conyugal, pero al día siguiente, el informe indicaba que su esposa había intentado retirar los cargos. Finalmente, no se declaró ni culpable ni inocente y fue multado con 700 dólares.

    La pareja permaneció junta, pero el incidente no fue el final de sus problemas de relación. Finalmente, se divorciaron en 1992. Fue O.J. quien inició los trámites, pero el tiempo demostraría que estaba lejos de haber terminado con ella.

    Una Noche de Sangre y Misterio

    En las primeras horas del 13 de junio de 1994, a las 12:10 a.m., los cuerpos de Nicole Brown Simpson y Ronald L. Goldman fueron encontrados frente al condominio de Nicole, apuñalados hasta la muerte en un charco de su propia sangre. Los cuerpos fueron descubiertos por dos vecinos, alertados por el perro Akita de Nicole, cuyo pelaje estaba manchado de sangre. Múltiples vecinos informaron que el perro había estado ladrando incesantemente alrededor de la hora de los asesinatos.

    La reconstrucción de esa noche es una telaraña de tiempos y movimientos sospechosos. A las 10:25 p.m., un conductor de limusina llamado Allan Park llegó a la casa de O.J., ya que tenía programado llevarlo al aeropuerto para un vuelo a las 11:45 p.m. Tocó el intercomunicador de O.J. varias veces entre las 10:40 y las 10:55 p.m., pero no hubo respuesta. Justo antes de las 11:00 p.m., informó haber visto una figura sombría cruzar el camino de entrada. La describió como un hombre de aproximadamente 1,83 metros de altura y 90 kilos. Siguió llamando al intercomunicador y, a las 11:00 p.m., O.J. finalmente respondió, diciendo al conductor que se había quedado dormido y que acababa de salir de la ducha.

    A las 11:45 p.m., O.J. abordó un vuelo de American Airlines con destino a Chicago. A las 12:10 a.m., los cuerpos fueron descubiertos.

    En la escena del crimen, los investigadores encontraron pruebas cruciales: un guante ensangrentado, una huella de zapato ensangrentada y un gorro de punto. Más tarde, los detectives llegaron a la casa de O.J. a las 5:00 a.m. y encontraron piezas vitales de evidencia que parecían conectar los dos lugares.

    Cuando el vuelo de O.J. aterrizó en Chicago, el detective Ron Phillips lo llamó para informarle de la muerte de su exesposa. La primera respuesta de O.J. fue una pregunta que helaría la sangre de los investigadores: ¿Quién la mató? Fue interrogado durante tres horas por la policía de Los Ángeles, pero fue liberado sin cargos. Su libertad, sin embargo, no duraría mucho. El 17 de junio de 1994, solo cuatro días después, fue acusado de dos cargos de asesinato. La policía fue a arrestar al señor Simpson, pero no iba a ser tan fácil. Si había algo que O.J. sabía hacer, era correr.

    La Fuga de un Fugitivo a la Vista de Todos

    O.J. no se entregó y fue declarado fugitivo, lo que desencadenó una persecución policial en las autopistas del sur de California que cautivó a la nación. Con una orden de asesinato sobre su cabeza, Simpson decidió no rendirse. En su lugar, se lanzó a las carreteras de Los Ángeles en su ahora famosa Ford Bronco blanca. La policía advirtió que O.J. Simpson estaba armado y debía ser considerado peligroso.

    Dentro del vehículo, en el asiento trasero, O.J. sostenía una pistola apuntando a su propia cabeza. El coche era conducido por su amigo Al Cowlings, quien reveló que no se detenía porque O.J. amenazaba con suicidarse. La llamada de Cowlings al 911 fue desesperada: Soy A.C. Tengo a O.J. en el coche… Tienen que decirle a la policía que se retire. Sigue vivo, pero tiene una pistola en la cabeza.

    La persecución duró aproximadamente 45 minutos y fue retransmitida en directo para que toda la nación la viera. La gente de todo el país estaba pegada a sus pantallas, ansiosa por saber cómo terminaría todo. La policía encontró una nota de suicidio de O.J. En ella, agradecía a quienes significaron mucho para él en su vida y profesaba su inocencia. Pienso en mi vida y siento que he hecho la mayoría de las cosas bien. ¿Por qué termino así? No puedo seguir, escribió. Primero, que todo el mundo entienda que no tengo nada que ver con el asesinato de Nicole. La amaba, siempre la he amado y siempre la amaré.

    La Bronco finalmente se detuvo en la entrada de la casa de O.J. en Brentwood. Durante un tenso enfrentamiento, con la policía rodeando el vehículo, Cowlings negoció la rendición. O.J. permaneció en el coche, aferrado al arma, mientras el mundo observaba. Finalmente, a las 8:51 p.m., O.J. Simpson se entregó a la policía. Su arresto dio comienzo a lo que se consideraría uno de los juicios por asesinato más infames de la historia moderna.

    El Juicio del Siglo: Un Espectáculo Mediático

    El juicio había tomado por asalto a los medios de comunicación. Todos y cada uno estaban interesados en el caso del asesinato de Nicole y en quién lo había cometido. La propia maquinaria mediática se obsesionó virtualmente con la historia, en parte porque cada vez que se cubría el caso, las audiencias y la circulación de periódicos se disparaban. Se estaba produciendo la mercantilización de una tragedia, y la cuestión de un juicio justo y libre parecía haber pasado a un segundo plano en el radar de los medios.

    O.J. fue formalmente procesado el 22 de julio de 1994, declarándose no culpable. Cuando el juez le preguntó cómo se declaraba de los cargos uno y dos, su respuesta fue firme: Absolutamente, 100% no culpable.

    El juicio comenzó oficialmente el 24 de enero de 1995, con Lance Ito como juez presidente. La Fiscalía del Distrito de Los Ángeles, liderada por Marcia Clark y Christopher Darden, enfatizó la violencia doméstica que había ocurrido antes y después del divorcio de los Simpson en 1992 como motivo de los asesinatos. También se informó que Nicole había comenzado a estrechar lazos con Ron Goldman.

    Con todas las pruebas acumuladas contra O.J., era difícil para la gente creer en su inocencia. El guante ensangrentado y la huella encontrados en su entrada eran de la talla de O.J., y el patrón de la suela coincidía con otro par que O.J. poseía en ese momento. O.J. tenía cortes en un dedo el día que la policía lo entrevistó, y también había comprado un cuchillo que coincidía con el tipo que el forense predijo que usó el asesino. Aunque el cuchillo nunca fue encontrado, las pruebas en su contra seguían acumulándose. El gorro de punto encontrado en la escena del crimen contenía cabellos que coincidían con los de O.J., y el guante ensangrentado encontrado en la escena del crimen fue analizado, revelando ADN que coincidía con el de Nicole, Ron y O.J.

    Además, O.J. había sido un perpetrador reincidente de abuso conyugal contra Nicole, lo que resultó en nueve visitas de la policía a la residencia de los Simpson y su eventual cargo por abuso conyugal en 1989. Sin embargo, con las conexiones y la riqueza que O.J. había acumulado a lo largo de los años, se aseguró de construir una defensa sólida. Y esa defensa sería conocida famosa e infamemente como el Dream Team.

    El equipo de abogados que representaba a Simpson incluía a F. Lee Bailey, Robert Shapiro y Alan Dershowitz. Johnnie Cochran se convirtió más tarde en el abogado principal del equipo de defensa. La defensa de Simpson se basó en gran medida en que las pruebas habían sido mal manejadas y que muchos miembros del Departamento de Policía de Los Ángeles eran racistas, en particular Mark Fuhrman, un detective que presuntamente encontró un guante de cuero ensangrentado en la casa de Simpson. Fue el primer hombre en entrar en la propiedad de O.J. después del asesinato, saltando el muro. Durante ese tiempo, encontró, según su propio testimonio, el guante ensangrentado a juego detrás de la casa de huéspedes de O.J.

    El Dream Team argumentó que Fuhrman plantó el guante y quizás todas las demás pruebas. Llamaron la atención del jurado sobre los errores técnicos cometidos por el equipo forense, lo que sembró la duda sobre las pruebas. ¿Pudo la escena del crimen haber sido contaminada? Y si fue así, ¿fue intencional?

    Pero eso no fue todo lo que el detective había hecho. El equipo de defensa de O.J. reprodujo una grabación para el jurado del detective Fuhrman usando insultos raciales más de 40 veces en una sola sesión grabada. Cuando se le preguntó en el estrado si había usado esa palabra en los últimos 10 años, su respuesta fue: No que yo recuerde. No. La cinta demostró que mentía. Más tarde, cuando se le preguntó directamente si su testimonio en la audiencia preliminar fue completamente veraz, Fuhrman se acogió a la Quinta Enmienda para no autoincriminarse.

    Durante este tiempo, las tensiones raciales eran muy prominentes, especialmente tras la brutal paliza a Rodney King que resultó en los disturbios de Los Ángeles de 1992. Por lo tanto, una prueba clara de un oficial racista no iba a ser tomada a la ligera, y la defensa capitalizó la oportunidad. Christopher Darden, un fiscal de distrito adjunto asignado al caso, dijo que la cinta haría una cosa: alteraría al jurado. Les haría preguntarse: ¿De qué lado estás? ¿Del hombre o de los hermanos?

    Durante el juicio, se le pidió a O.J. que se probara el guante. En el estrado, ante todo el tribunal y el jurado, O.J. intentó ponerse el guante, pero no le cupo. Era demasiado pequeño. Esto llevó a la famosa frase de su abogado: Si no encaja, deben absolverlo.

    Para entonces, una histeria mediática masiva se había acumulado alrededor del juicio. Una de las mayores estrellas del deporte de la historia y un nombre familiar había estado en juicio durante 11 agotadores meses, y el público tuvo un asiento en primera fila para todo, como si estuvieran viendo una especie de reality show. Habían llegado al final de la temporada. Su rostro estaba en todas las portadas de revistas y periódicos de todo el país. La frase de O.J. en el estrado, No cometí, no pude cometer y no habría cometido este crimen, resonaba en la mente de todos.

    El Veredicto que Fracturó a una Nación

    El 3 de octubre de 1995, se anunció el veredicto final. El jurado, compuesto por ocho personas negras, una persona hispana, una persona blanca y dos personas de raza mixta, llegó a su veredicto después de solo cuatro horas de deliberaciones.

    Le pidieron al señor Simpson que se pusiera de pie y mirara al jurado. La secretaria leyó la decisión: Nosotros, el jurado en la acción arriba mencionada, encontramos al acusado, Orenthal James Simpson, no culpable del delito de asesinato… sobre Nicole Brown Simpson. Una segunda lectura confirmó el mismo veredicto para el asesinato de Ron Goldman.

    O.J. Simpson fue declarado no culpable.

    El veredicto del juicio de O.J. dividió a la nación. Su rostro estaba en la portada de todas las revistas y periódicos, y en boca de analistas de la cultura pop e incluso de políticos. Muchos creían que un estadounidense rico había comprado la justicia; otros, que un estadounidense negro había escapado de cargos que llevarían a la mayoría de los negros al corredor de la muerte.

    Su absolución por los asesinatos de 1994 sigue dividiendo a los estadounidenses por líneas raciales hasta el día de hoy. Simpson siempre fue un hombre negro, pero no fue hasta que fue acusado de asesinar a su exesposa y a Ronald Goldman que su raza pareció convertirse en un problema nacional. El caso señaló la polarización en la sociedad, que negros y blancos podían mirar lo mismo y llegar a dos perspectivas diferentes.

    En una encuesta de CBS de 1995, el 76% de los blancos pensaba que la exestrella de la NFL era culpable, mientras que solo el 22% de los negros lo creía. O.J. se libró, en parte, porque se demostró que un racista blanco en la fuerza policial tuvo un contacto importante con el caso. Pero no se debería ver el juicio de O.J. como una metáfora de todo lo que sucede en los Estados Unidos con respecto a las relaciones raciales.

    El juicio de O.J. Simpson nos dio una ventana a los problemas en las relaciones raciales dentro de Estados Unidos y debería hacernos reflexionar y hacer que todos nos dediquemos de nuevo a la proposición de que el racismo debe ser eliminado.

    Sombras Persistentes y una Justicia Elusiva

    Las dudas y las conspiraciones en la sociedad persistieron a pesar de la absolución de Simpson. En una revelación impactante, Robert Kardashian, uno de los amigos más antiguos y de confianza de Simpson y miembro del Dream Team, reveló en una entrevista de 1996 con Barbara Walters que tenía dudas sobre la inocencia de su amigo. Cuando Walters le preguntó directamente si dudaba de la inocencia de O.J. Simpson, su respuesta fue un susurro cargado de peso: Tengo dudas. Para Robert Kardashian, esta fue una clara batalla entre la lealtad y la moralidad. Su amistad con O.J. se rompió un año después del juicio, ya que Kardashian parecía profundamente preocupado y en conflicto, con su relación personal tensa y amenazas de muerte contra su familia.

    En 1996, las familias de las víctimas demandaron a O.J. en un juicio civil por homicidio culposo. El dinero no era el problema; se trataba de asegurarse de que el hombre que asesinó a su hijo y a Nicole fuera considerado responsable por un tribunal. En un giro de los acontecimientos, el jurado lo encontró responsable de las muertes de Nicole Brown Simpson y Ronald Goldman, otorgando a sus familias 33,5 millones de dólares en daños. Finalmente, las familias sintieron que habían obtenido justicia para Ron y Nicole.

    A lo largo de los años, se han publicado miles de libros, documentales sobre crímenes y artículos, produciendo sus propias teorías de conspiración sobre lo que realmente sucedió en ese fatídico día, incluido el propio Simpson. En 2006, publicó un libro titulado Si lo hubiera hecho, un relato hipotético de los asesinatos. El lanzamiento del libro causó indignación pública, lo que resultó en su cancelación. Sin embargo, más tarde se publicó y las ganancias se destinaron a la familia Goldman.

    Más de una década después de su absolución por asesinato, Simpson fue sentenciado a 33 años de prisión por un robo a mano armada y secuestro en 2008, relacionado con una confrontación con dos traficantes de recuerdos deportivos en una habitación de hotel de Las Vegas.

    El juicio de O.J. Simpson siempre será recordado en la historia como un momento que dividió a la nación por líneas raciales, una cápsula del tiempo que representa el clima social de la época, lleno de muchos tonos de gris. Y a pesar de las teorías, las abrumadoras pruebas y los diversos relatos, solo tres personas pueden llenar estos tonos con color. Solo tres personas conocen la verdad, y dos de ellas están muertas. La incertidumbre de la verdad perdurará. Pero lo que es seguro es que esta fue, y sigue siendo, una de las escenas del crimen y uno de los misterios más infames de la historia moderna.

  • «Estaré fuera en un año»: El criminal que anunció su fuga de prisión

    La Sombra del Cañón: La Cacería de Danny Ray Horning, el Asesino que Desafió al FBI

    El FBI es, sin duda, la agencia de aplicación de la ley más sofisticada del mundo, una maquinaria implacable diseñada para perseguir a los criminales más peligrosos y escurridizos. Pero de vez en cuando, surge un individuo cuya depravación y astucia ponen a prueba los límites de esa maquinaria. Un hombre cuya maldad no conoce fronteras, un depredador que se deleita en el caos y el terror. Este es el caso de Danny Ray Horning, un asesino que no solo mató, sino que descuartizó a su víctima, metió los restos en bolsas y los arrojó a un delta. Cuando un hombre así escapa de una prisión de máxima seguridad, el FBI se moviliza con una fuerza abrumadora. El objetivo es simple y metódico: reducir la distancia. Pasar de estar a cinco días de él, a dos días, a dos horas, hasta que el cerco se cierre por completo. Porque para ellos, Horning no era solo un fugitivo; era una bomba de tiempo humana, un individuo tan enfermo que costaba llamarlo ser humano. Su estela de terror fue tal que incluso los más curtidos agentes admitirían, años después, haber dormido con un arma al lado de la almohada. Esta es la crónica de esa cacería, una persecución que paralizó un estado y convirtió uno de los paisajes más majestuosos del mundo en el escenario de un macabro juego del gato y el ratón.

    El Preludio: Un Robo a Sangre Fría

    Todo comenzó en un día aparentemente tranquilo, el 22 de marzo de 1991, en la pequeña localidad de Winslow, Arizona. Un hombre entró en la sucursal del Valley National Bank y, con una calma desconcertante, solicitó hablar con el gerente, Stan Egan. El desconocido, de apariencia normal, le expuso a Egan su deseo de obtener un préstamo de 25.000 dólares para construir una casa. Sin embargo, algo en su actitud no encajaba.

    —Tuve una sensación de inquietud por lo que estaba hablando —recordaría Egan—. No era muy claro sobre lo que quería hacer.

    A pesar de su instinto, Egan, como profesional, comenzó a rellenar el papeleo preliminar. Fue entonces cuando la fachada de normalidad se desmoronó. El hombre hizo un movimiento repentino y metió la mano bajo su camisa. El primer pensamiento de Egan fue una súplica silenciosa: hombre, no saques un arma. Pero sus peores temores se hicieron realidad. El hombre extrajo una pistola 9 mm, la apuntó directamente a su rostro y dijo con una frialdad glacial:

    —No necesitamos ir más lejos. Quiero 25.000 dólares.

    La amenaza se intensificó.

    —No llames a la policía —advirtió—. No me importa salir en un mar de gloria, y tú serás el primero en caer.

    Lo que el atracador no sabía era que una cajera, desde fuera de la oficina, había presenciado la escena y activado la alarma silenciosa. La llamada llegó al Departamento de Policía de Winslow, y el detective Elmer Hassie fue el primero en responder. Corrió hacia el banco, solo, sin saber la magnitud del peligro que le esperaba.

    Dentro, Stan Egan intentaba ganar tiempo. Le dijo al ladrón que no tenía esa cantidad de dinero en su escritorio y que necesitaba que alguien la trajera. Abrió la puerta de su oficina y le pidió a su secretaria que entrara, comunicándole la necesidad de los 25.000 dólares. Los cajeros, presas del pánico, se apresuraron a reunir el efectivo. Le entregaron a Egan una bolsa de banco azul con cremallera, que él a su vez le dio al atracador. Este guardó el dinero bajo su chaqueta y, en un giro aterrador, sentenció:

    —Tú vienes conmigo.

    Justo en ese momento, el detective Hassie había llegado y se había posicionado fuera de la vista. Vio cómo Egan era tomado como rehén. Hassie tuvo solo una fracción de segundo para tomar una decisión que podría costar una vida.

    —Estaba totalmente nervioso —confesó Hassie—. Tenía miedo de que fuera el primer hombre en mi vida al que tendría que disparar.

    Stan Egan, ajeno a la presencia policial, fue empujado hacia la puerta principal. Cuando llegaron al umbral, Egan se detuvo instintivamente. En ese breve instante de vacilación, el atracador abrió la puerta para salir. Al pasar junto a la pared, el detective Hassie se abalanzó sobre él, lo estampó contra el muro y lo desarmó. Con una rapidez asombrosa, Hassie recuperó la pistola de 9 mm de la cintura del criminal, la tiró al suelo y le entregó la bolsa del dinero a Egan, quien a su vez se la pasó a un cliente que estaba detrás. Las puertas del banco se cerraron con llave. La crisis había terminado.

    El atracador fue identificado como Danny Ray Horning, de 32 años. Una rápida investigación reveló que no era un delincuente común. Horning había pasado parte de su infancia en Winslow, siendo hijo de un ministro, pero su camino se había desviado radicalmente del de un niño de coro. Tenía un historial de encontronazos con la policía local y, tras abandonar la ciudad, se había autoproclamado un "ladrón de bancos profesional". Su regreso a Winslow no era casual; era una vendetta personal contra el pueblo que se había atrevido a arrestarlo años atrás.

    Desenmascarando al Monstruo

    La detención de Horning en Winslow fue como tirar de un hilo que comenzó a desentrañar una madeja de crímenes atroces. Pronto, otros departamentos de policía de varios estados comenzaron a contactar a las autoridades de Arizona. Sobre Danny Ray Horning pesaban órdenes de arresto pendientes. En Salt Lake City era buscado por robo a un banco. En Idaho, por el robo de una camioneta. Pero la lista de sus delitos se volvía cada vez más oscura. Su historial incluía una condena por abusar sexualmente de su propia hija, un acto de una depravación casi inconcebible.

    Y luego estaba el caso de Sacramento. Un asesinato particularmente espeluznante que aún estaba sin resolver. Los detectives de Sacramento informaron a la policía de Winslow que Horning era el principal sospechoso de un crimen horrendo: el asesinato y descuartizamiento de un hombre, cuyos restos fueron encontrados en bolsas arrojadas al delta del río. La imagen de Horning se transformó de un simple ladrón de bancos a la de un monstruo polifacético y sin escrúpulos.

    En mayo de 1991, Danny Ray Horning fue juzgado por el robo del Valley National Bank. El juez, consciente de la peligrosidad del acusado, decidió encerrarlo y tirar la llave. Fue condenado por cuatro cargos de delitos graves y sentenciado a cuatro cadenas perpetuas, a cumplir de forma simultánea. La sentencia estaba diseñada para asegurar que nunca más volviera a pisar la calle.

    La reacción de Horning ante la sentencia fue de una arrogancia desafiante. Se creía superior a todos, un hombre que tomaba lo que quería cuando quería. Durante la lectura de la sentencia, miró directamente al juez y, con una sonrisa burlona, le dijo que no le importaba si le daba mil años, porque estaría fuera en un año. Nadie en la sala tomó en serio su amenaza. Fue un grave error.

    La Fuga Imposible y el Inicio de la Cacería

    Horning cumplió su palabra. El 12 de mayo de 1992, menos de un año después de su condena, se fugó del Complejo Penitenciario Estatal de Arizona en Florence. Y no lo hizo de noche, cavando un túnel o escalando un muro. Lo hizo a plena luz del día, con una audacia que dejó perplejos a los guardias. Usando un uniforme de empleado robado y una identificación falsa, Horning se hizo pasar por un trabajador médico y simplemente salió por la puerta principal.

    Cuando sonaron las alarmas, el caos se apoderó de la prisión. El oficial del Departamento de Correccionales (DOC), Kenny Vance, fue uno de los primeros en llegar a la escena. Las medidas de seguridad de la prisión eran robustas, pero Horning había encontrado una grieta. La respuesta fue inmediata y masiva. Se trajeron equipos de sabuesos de todo el estado para rastrear al fugitivo. Los oficiales del DOC recogieron las pocas pertenencias que Horning había dejado en su celda, artículos que serían cruciales para que los perros pudieran captar su rastro.

    La preocupación principal era la naturaleza vengativa de Horning. Las autoridades estaban convencidas de que su fuga no era solo un acto de libertad, sino el inicio de una misión violenta. El DOC, consciente de la magnitud del peligro, solicitó la ayuda de los expertos en la caza de fugitivos: el FBI.

    El agente especial Keith Tolhurst, de la oficina de Phoenix, fue puesto al frente del caso. Con más de cuatro años de experiencia persiguiendo a criminales peligrosos, Tolhurst sospechaba hacia dónde podría dirigirse Horning.

    —Todo el mundo vuelve a sus raíces de alguna manera —explicó Tolhurst—. Si hay personas con las que han tratado en el pasado, es muy probable que intenten volver a ellas.

    Cientos de agentes del FBI, equipos SWAT y policías locales se movilizaron por todo el estado. La cacería de Danny Ray Horning había comenzado. La principal sospecha era que se dirigía de nuevo a Winslow para saldar viejas cuentas. Esta teoría se vio reforzada por una carta que Horning había enviado al Departamento de Policía de Winslow en 1991, en la que les decía que estaría fuera en un año y que volvería a verlos. En la carta, culpaba a la policía, no a los empleados del banco, de su situación.

    Si el FBI estaba en lo cierto, existía la posibilidad de interceptarlo antes de que cumpliera sus amenazas. Pero si se equivocaban, el rastro se enfriaría y un asesino depravado andaría suelto, con una libertad que no dudaría en manchar de sangre. Horning era el tipo de persona dispuesta a morir por lo que quería, alguien que no tenía absolutamente nada que perder. Y eso, precisamente, era lo que lo hacía tan increíblemente peligroso.

    El Fantasma del Delta: La Historia de Sam McCulla

    Mientras la cacería se intensificaba, los agentes del FBI profundizaban en el pasado de Horning, y lo que encontraron solidificó su convicción de que estaban tratando con un sociópata de libro. Larry McCormack, el agente especial adjunto a cargo de la oficina de Phoenix, lo describió sin rodeos:

    —Un sociópata es lo que yo diría. Son extrovertidos, muy agresivos y muy seguros de sí mismos. Creo que Danny Ray Horning encaja en esa personalidad.

    La conexión más perturbadora que descubrieron fue entre el arma que Horning usó en el robo de Winslow y aquel espeluznante asesinato en Sacramento, ocurrido dos años antes. El arma pertenecía a la víctima.

    La historia de ese crimen comenzó el 20 de septiembre de 1990. Un pescador en el río San Joaquín, en California, enganchó algo pesado. No era un pez. Era una bolsa de basura. Al abrirla, el horror lo invadió: contenía una pierna humana. Durante los dos días siguientes, los ayudantes del sheriff peinaron la zona y encontraron más bolsas. En ellas había dos brazos atados con cinta adhesiva, un torso envuelto en una sábana y, finalmente, una cabeza. El cuerpo fue identificado como el de Sam McCulla, de 40 años. El forense determinó que había muerto de un solo disparo de una pistola calibre .22 en la frente, a quemarropa.

    La hermana de la víctima, Melissa, quedó devastada.

    —Fue simplemente increíble para mí. Nunca hubiera pensado que alguien vendría a mi puerta a decirme que mi hermano estaba muerto —dijo, con la voz rota—. Era amable, muy amable. Ayudaba a la gente. Era un buen tipo.

    Los investigadores descubrieron que McCulla era un criador de bagres y era conocido por guardar grandes cantidades de dinero en efectivo en su casa. La teoría inicial fue un robo que salió mal. Pero había algo más. McCulla tenía un corazón blando y había intentado ayudar a un exconvicto a reinsertarse en la sociedad, contratándolo para hacer trabajos en su casa. Ese exconvicto era Danny Ray Horning.

    —Sintió pena por Danny Ray Horning al no poder conseguir empleo debido a su historial, la prisión y demás. Mi hermano trató de ayudarlo —explicó Melissa.

    La bondad de McCulla no fue correspondida. La relación se agrió cuando Horning presuntamente intentó robarle. Según Melissa, los dos tuvieron una acalorada discusión poco antes de que Sam desapareciera.

    —Danny había amenazado con matar a mi hermano. Le había dicho en un momento: "Te mataré. No lo entiendes. Te mataré. Te mataré".

    Horning se convirtió en el principal sospechoso. Los detectives registraron la casa de McCulla y encontraron manchas de sangre y otro casquillo de bala calibre .22. La reconstrucción de los hechos era escalofriante: Horning le disparó a McCulla a sangre fría, estilo ejecución, luego descuartizó el cuerpo, envolvió los restos en bolsas de plástico y los arrojó al delta para que nunca fueran encontrados. Además del dinero en efectivo, se cree que Horning robó una pistola de 9 mm de la casa de McCulla. Cuando la policía fue a buscarlo, Horning se había desvanecido.

    Casi un año después, ese mismo hombre, ese asesino sádico, reapareció en Winslow, Arizona, atracando el Valley National Bank con la misma pistola de 9 mm que le había robado a Sam McCulla, el hombre que intentó ayudarle. El arma se convirtió en el vínculo definitivo entre Horning y el brutal asesinato.

    Cuando Horning fue condenado y encerrado en Florence, Melissa pensó que su pesadilla había terminado. Pero la noticia de su fuga la sumió de nuevo en el terror.

    —Cuando se escapó de la prisión, también recibimos la llamada. Estaba rezando a Dios para que no se apoderara del hijo de alguien o que no matara a nadie —dijo Melissa, con una resolución sombría en su voz—. Dijo que no lo tomarían vivo, así que tómenlo. No lo queremos vivo.

    El Juego del Gato y el Ratón

    Habían pasado dos días desde la fuga. La ansiedad crecía. El FBI recibió una pista: Horning había irrumpido en una casa a unas 20 millas de la prisión. Había robado dos armas. Su peligrosidad acababa de multiplicarse. Durante días, no hubo más noticias de él. Se había desvanecido en el vasto paisaje de Arizona.

    Tres semanas después de la fuga, la cacería era un esfuerzo monumental que involucraba a más de 400 agentes federales, estatales y locales. Horning, sin embargo, no se escondía en una cueva. Se escondía a plena vista. Durante casi una semana, fue visto en los alrededores de Flagstaff, Arizona, acercándose descaradamente a varios campistas.

    —Se acercaba a los campistas y les pedía agua y comida —relató un agente—. No estaba comiendo bayas y viviendo de la tierra. Simplemente obtenía comida de la gente que estaba allí.

    Pero Horning era astuto. Cuando vio a guardabosques en la zona, se adentró en el bosque, dejando atrás una mochila y una de las armas robadas. Esto intensificó la persecución. En los densos bosques de Arizona, los perros de rastreo eran la mejor oportunidad para seguirle la pista. El 11 de junio, el oficial Kenny Vance partió con 20 sabuesos. Los perros no tardaron en captar un rastro que condujo a los oficiales a una cabaña remota. Dentro, encontraron pruebas de que Horning había estado allí. Y no solo eso, había dejado un mensaje, una burla directa al FBI.

    —Dejó una nota agradeciendo a los dueños de la cabaña por su uso y diciéndoles que le dijeran al FBI y a la policía que dejaran de perseguirlo.

    La audacia de Horning era asombrosa. El 20 de junio, las autoridades lo avistaron en una camioneta robada. Abandonó el vehículo y huyó de nuevo al bosque. Un helicóptero del sheriff intentó seguirlo, pero la densa arboleda hacía imposible mantener el contacto visual. En la camioneta, encontraron otra nota condescendiente. Horning se disculpaba con el dueño por haber conducido su camioneta con tanta dureza por el terreno accidentado.

    Los medios de comunicación se hicieron eco de sus travesuras, pintándolo como una especie de héroe popular, un superviviente tipo Rambo que se burlaba de las autoridades. Pero los agentes sabían la verdad: era un asesino a sangre fría, y su frustración crecía con cada día que pasaba en libertad. El temor era que, acorralado y desesperado, cometiera otro crimen atroz contra víctimas inocentes.

    Terror en el Gran Cañón

    El norte de Arizona, con sus vastos bosques y su terreno accidentado, se convirtió en el patio de recreo de Horning. Era un experto en moverse por la naturaleza, eludiendo constantemente a la policía. Aparecía en un lugar, luego en otro, siempre un paso por delante. Hasta que, el 25 de junio de 1992, subió la apuesta de una manera aterradora.

    Dos compañeros de trabajo de un restaurante de comida rápida en Flagstaff estaban subiendo a su coche al final de su turno. Danny Ray Horning se acercó y golpeó la ventanilla del conductor.

    —A la puerta de atrás. Entren —ordenó, blandiendo una pistola.

    Forzó a la pareja a conducir 75 millas hasta el Gran Cañón. Allí, los obligó a pagar una habitación de hotel para él. Les hizo amenazas veladas sobre cómo podía oír chirriar la cama y que estaría justo en la puerta, que tenía el sueño muy ligero si intentaban escapar. Al día siguiente, los obligó a darle dinero y a comprarle equipo de acampada de alta tecnología. Las víctimas, aterrorizadas, cooperaron.

    Pero al moverse por el Gran Cañón, una de las atracciones turísticas más concurridas del mundo, Horning estaba mostrando su rostro. El FBI empezó a recibir informes de campistas que habían visto a un individuo que coincidía con su descripción, pidiendo refrescos de una manera inusual. El agente Tolhurst envió a oficiales del SWAT encubiertos como cebo y ordenó al equipo de rescate de rehenes del FBI que estableciera un perímetro.

    Pero Horning seguía eludiéndolos. Ordenó a la pareja que lo llevara por el parque en busca de más rehenes, personas que pudiera usar como moneda de cambio. No tardó en encontrar el objetivo perfecto: los Norman, una familia de seis miembros de Texas que regresaba de unas vacaciones en California.

    —Mi familia y yo estábamos volviendo a casa —recordó Manuel Norman—. Hicimos una parada aquí en el Gran Cañón y no teníamos ni idea de lo que nos esperaba.

    Los Norman se detuvieron en una tienda para comprar algo de picar. Horning aparcó justo fuera de la vista. Amenazó a sus rehenes, diciéndoles que mataría a gente si intentaban algo. Se llevó las llaves del coche y se acercó a Manuel Norman.

    —Mi amigo, ¿de quién es esa caravana? —le preguntó Horning. —La caravana es de mi cuñado y la furgoneta es mía —respondió Manuel. —Bueno, estamos pensando en comprar una y nos gustaría verla.

    Manuel, sin sospechar nada, le dio a Horning y a sus dos rehenes un recorrido por la caravana mientras su familia esperaba en la furgoneta. Entonces, la trampa se cerró.

    —¿Sabes quién soy? —preguntó Horning. —No, somos de Texas. No conocemos a nadie de Arizona. —Soy Danny Ray Horning.

    Manuel no reaccionó al principio. Entonces Horning sacó el arma.

    —Ustedes son mis rehenes. —No, estás bromeando. Tengo que ir a trabajar la semana que viene —dijo Manuel, incrédulo.

    Horning amartilló el arma. El terror se apoderó de la escena. Horning le ordenó a Manuel que sacara al resto de su familia de la furgoneta y los llevara a la caravana. El hijo de Manuel salió del vehículo. Su padre lo llamó, pero el chico vio el arma de Horning y echó a correr. El caos se desató. La gente corría en todas direcciones. El hijo de Manuel corrió hacia unos guardabosques que habían oído el alboroto.

    En ese momento, Horning supo que el juego había terminado. Los guardabosques sabrían que estaba allí. Ordenó a sus dos rehenes originales que volvieran al coche y pisó el acelerador, huyendo a toda velocidad. Un guardabosques del parque lo persiguió. Horning comenzó a disparar por la ventanilla con un Magnum del .44, pasando peligrosamente cerca de sus propios rehenes en el asiento trasero. El guardabosques, superado, tuvo que retroceder.

    De repente, la carretera terminó. Horning abandonó el coche con los rehenes dentro, apenas unos minutos antes de que llegaran los guardas. Cuando encontraron el vehículo, las dos víctimas estaban allí, aterrorizadas, pero Danny Ray Horning se había esfumado de nuevo, esta vez en las 1.900 millas cuadradas de naturaleza salvaje que conforman el Gran Cañón. Encontrarlo sería como buscar una aguja en un pajar.

    El Cañón Sitiado

    Dentro del coche abandonado, junto a los dos aterrorizados rehenes, los agentes encontraron un mensaje escalofriante dirigido al Departamento de Policía de Winslow, grabado en una cinta.

    —Voy a hacerles saber que si algo sale mal aquí, más vale que esperen que no sobreviva, porque si lo hago, iré a por ustedes —decía la voz de Horning.

    Afirmaba tener seis rehenes y exigía la liberación de su hermano Jerry, también un delincuente sexual convicto, y un rescate de un millón de dólares entregado en Winslow.

    —Tienen hasta el 30 de junio a las 3 de la tarde para tener a mi hermano y el dinero en una camioneta 454 nueva.

    Los agentes sabían que estaba mintiendo sobre el número de rehenes, pero sus amenazas contra la policía eran muy reales.

    —Empezaré a eliminar a sus abogados, policías, jueces, fiscales, a cualquiera que pueda poner en mi mira, lo eliminaré. No tengo límites, ni tengo nada que perder.

    La arrogancia de Horning era palpable. Creía que su plan era infalible, que era más inteligente que todos y que la razón por la que no lo habían atrapado era la incompetencia de la policía. Por un momento, parecía tener la sartén por el mango. La geografía del Gran Cañón jugaba a su favor.

    Pero el FBI y las demás agencias no iban a rendirse. Inundaron el parque con más de 400 oficiales. El equipo SWAT de Phoenix se movilizó de inmediato. Se estableció un puesto de mando, se instalaron controles de carretera en todas las entradas y salidas, y helicópteros peinaban los bordes del cañón. La fecha del 4 de julio, la festividad más concurrida del parque, se acercaba peligrosamente. Con entre 10.000 y 18.000 visitantes diarios, el desafío logístico era monumental.

    El 30 de junio de 1992, las autoridades tomaron una decisión sin precedentes: cerraron el Parque Nacional del Gran Cañón a nuevos visitantes. No se evacuó a nadie, pero se impidió la entrada para evitar más víctimas potenciales y se monitorizó a todo el que salía.

    El cerco se estaba cerrando. Horning sentía la presión. Ya no era el Rambo que los medios describían. Estaba siendo forzado a vivir en el bosque, con suministros limitados, rebuscando en la basura para comer. Se estaba cansando. Pero no se rindió. Se tiñó el pelo de rubio para cambiar su apariencia y, una vez más, caminó directamente hacia el peligro.

    El Último Escape y la Caída Final

    El Día de la Independencia, 4 de julio, a las 11 de la mañana, Horning se acercó a dos jóvenes turistas británicas y, a punta de pistola, las obligó a subir a su coche.

    —Necesito que me lleven —dijo, metiéndose en el asiento trasero.

    Su plan era atravesar los controles de carretera escondido en su coche. Con un sombrero de pescador calado y el arma oculta, se dirigió hacia la salida. Lograron pasar los dos primeros controles sin ser detectados. Las mujeres estaban aterrorizadas. Sabían que Horning estaba dispuesto a iniciar un tiroteo si algo salía mal, y ellas estarían en medio.

    El tercer y último control era diferente. Cada coche estaba siendo registrado a fondo. La espera era de cuatro horas. Cuando su turno llegó, un oficial se asomó al interior. Vio a dos mujeres que no parecían angustiadas y a un hombre en el asiento trasero. El oficial le pidió a Horning que se quitara el sombrero. Lo hizo. El agente lo miró, no lo reconoció y les dio paso.

    Horning había logrado lo imposible. Estaba fuera.

    Ordenó a las mujeres que condujeran hacia el sur. Poco después, les dijo que se detuvieran. Las llevó a unos matorrales, lejos de la carretera. Sacó una cuerda.

    —Juro por Dios que volveré —les dijo, mientras las ataba a un árbol.

    Les explicó que necesitaba unos 30 minutos para escapar y que eventualmente podrían liberarse. Luego, se marchó en su coche, directo hacia su objetivo aparente: Winslow, Arizona.

    Las mujeres lograron liberarse y llegaron a la gasolinera más cercana, donde contaron lo sucedido. La noticia llegó al puesto de mando del FBI: Horning había escapado y había cambiado su apariencia. Inmediatamente se emitió un boletín con la descripción del coche. Oficiales del Departamento de Seguridad Pública (DPS) lo avistaron en la Interestatal 17.

    Cuando intentaron detenerlo, Horning abrió fuego. La persecución se convirtió en un tiroteo en movimiento. Finalmente, tomó la salida de Schnebley Hill Road, a unas 25 millas al sur de Flagstaff. Abandonó el coche y corrió hacia el bosque. Hubo otro intercambio de disparos. Nadie resultó herido. La cacería había comenzado de nuevo.

    Pero esta vez, el equipo del agente Tolhurst estaba justo detrás de él.

    —Estábamos buscando en ese momento, oímos lo que pasó y simplemente metimos todo nuestro equipo en los coches y empezamos a conducir como locos hacia esa salida —recordó Tolhurst.

    Llegaron en pocos minutos. Los perros de rastreo todavía tenían su olor fresco. La persecución se reanudó en la oscuridad del bosque.

    Mientras los agentes establecían un puesto de mando móvil, Tolhurst vio una única luz blanca a lo lejos, hacia el oeste. Era la ciudad de Sedona. Supo, sin lugar a dudas, que allí era a donde se dirigía Horning. Un oficial local le dijo que era imposible que recorriera esa distancia a pie de noche, que el terreno era demasiado traicionero, casi un suicidio.

    Pero a las 10 de la noche, en Sedona, una pareja de ancianos notó a un hombre detrás de su garaje. Se identificó como un excursionista perdido. El marido le indicó el camino al sendero, pero su esposa lo reconoció por las noticias y llamó al 911. Informó de un individuo muy cansado en su porche, bebiendo agua de la manguera.

    En el puesto de mando, el debate era intenso. ¿Cómo podría haber llegado tan lejos, tan rápido? Tolhurst decidió cubrir todas las posibilidades y envió un equipo con un perro a verificar el avistamiento, mientras el resto continuaba la búsqueda principal.

    A las 2 de la madrugada, la búsqueda llegó a su fin. Un sabueso llamado Judy localizó a su objetivo.

    —¡Policía, que vea sus manos! ¡Suelte el arma!

    Danny Ray Horning estaba dormido bajo el porche de una casa. Estaba exhausto. Cerca de él había una bolsa con una pistola. Los oficiales se abalanzaron, con las armas en alto. Pero para sorpresa de todos, Horning se rindió sin luchar. No le quedaba nada. Solo quería un lugar para descansar y un poco de agua. El perro se acercó y lo lamió. Estaba acabado.

    Después de la persecución más intensa en la historia de Arizona, el FBI finalmente tenía a su hombre. La sensación de euforia y alivio entre los agentes fue inmensa.

    El Legado de la Oscuridad

    El 5 de julio de 1992, Danny Ray Horning fue ingresado en la cárcel del condado de Coconino. Días después, fue trasladado de vuelta a la prisión estatal de Florence, la misma de la que se había escapado 56 días antes. La pesadilla había terminado. Ningún civil había resultado herido en la fase final de la cacería.

    Arizona lo extraditó a California, donde finalmente fue juzgado por el brutal asesinato de Sam McCulla. Melissa Cawthorne, la hermana de Sam, testificó sobre la fe de su hermano en las segundas oportunidades.

    —Y lo que consiguió mi hermano fue que ya no lo tenemos.

    El 26 de enero de 1995, Danny Ray Horning fue sentenciado a muerte por inyección letal. Hoy, permanece en el corredor de la muerte de California, una encarnación del mal en su forma más pura. Como dijo Melissa, resumiendo el sentir de todos los que se cruzaron en el camino de este monstruo:

    —Es la escoria de la tierra. Es malvado. Está enfermo. Cualquiera que pueda hacer lo que le hizo a mi hermano, abusar de su hija… es escoria.