El Caso Ludwig

La diversidad es un espejo. Nos obliga a mirarnos por dentro y a ver todo aquello que no queremos admitir de nosotros mismos. Porque es fácil aceptar a quien se nos parece; es tranquilizador, nos hace sentir en lo correcto, seguros. Pero cuando frente a nosotros se presenta algo que escapa a los confines que conocemos, la primera reacción no suele ser la curiosidad, sino la incomodidad. Y de esa incomodidad puede nacer de todo: el juicio, el rechazo, el odio. Es una cadena antigua, casi primitiva, una defensa que luego se convierte en un arma, porque el ser humano siempre ha temido a lo que no conoce, a lo que no puede controlar.

En el caso que hoy nos ocupa, ese miedo se disfrazó de justicia. Se convirtió en una obsesión silenciosa, una voz que susurraba que solo eliminando, purificando lo que es diferente, podríamos sentirnos a salvo. Así comenzó una serie de crímenes. Crímenes atroces, violentos, aparentemente sin sentido, tan brutales que dejaron a las autoridades a ciegas durante más de siete años. Siete años de muerte, sin un rostro, sin una pista, y como único indicio, algunas cartas de reivindicación en las que se explicaba que el objetivo era siempre el mismo: purificar, eliminar todo lo que es diferente. La firma, siempre la misma: Ludwig. Y todo esto sucedió en Italia.

Los Primeros Susurros del Mal

Nos encontramos en Verona. Es el 25 de agosto de 1977. Guerrino Spinelli, un hombre de 39 años, desempleado y sin hogar, pasa la noche durmiendo en su coche, un Fiat 126 aparcado en una zona periférica de la ciudad. Las ventanillas del coche están bajadas por el intenso calor de agosto, pero en mitad de la noche, Guerrino se despierta de golpe. Un calor diferente lo envuelve, más intenso, más cercano. Cuando abre los ojos, se da cuenta de que no es el bochorno de la noche lo que lo ha despertado. Su coche está en llamas. Alguien había arrojado en su interior cócteles molotov caseros, de esos hechos con botellas de vidrio llenas de gasolina y un trapo empapado a modo de mecha.

Milagrosamente, Guerrino consigue salir del vehículo y es auxiliado por unos transeúntes. Es ingresado de urgencia en la unidad de grandes quemados del hospital de Borgo Trento, donde, lamentablemente, muere una semana después. Este crimen es, como poco, despiadado. ¿Quién podría hacer algo así? Las autoridades no lo saben, pero lo atribuyen a un acto de vandalismo, algo sobre lo que, en cualquier caso, no investigan demasiado.

Pasa más de un año. Estamos en Padua, el 19 de diciembre de 1978. Un guardia de seguridad oye unos extraños gritos en la calle. Corre hacia el lugar y ve a dos jóvenes cerca de un coche que, al verlo, huyen a la carrera. El guardia se acerca al vehículo y, con horror, descubre en su interior el cuerpo sin vida de un hombre. Se llamaba Luciano Stefanato, un sumiller de 44 años. Esa noche había sido brutalmente asesinado a palos y luego apuñalado varias veces con una violencia inaudita. Los dos cuchillos son encontrados aún clavados en su cuerpo, uno en el cuello y otro en la espalda. Más tarde se sabría que Luciano se había apartado en su coche con otro hombre para mantener relaciones sexuales cuando fue atacado. Las autoridades investigan a este segundo hombre, pero los cargos son archivados. Además, las diferentes inclinaciones y direcciones de las puñaladas sugieren claramente que fueron infligidas por dos personas distintas. La investigación, sin embargo, no llega a ninguna parte y el caso queda archivado.

Transcurre otro año. Diciembre de 1979, esta vez en Venecia. Claudio Costa, de 22 años, es encontrado sin vida en una calle peatonal del centro de la ciudad. También él fue agredido y asesinado con una brutalidad extrema. El ataque comenzó cerca del Fondaco dei Tedeschi, un histórico palacio veneciano. Una testigo ocular vio a dos jóvenes persiguiendo a Claudio. Él logró escapar en un primer momento, pero lo alcanzaron, lo agarraron, lo golpearon contra un muro y lo apuñalaron antes de huir. La testigo describió a los dos agresores: tendrían unos 20 años, de complexión delgada y altos, uno rubio y el otro con una gorra.

Claudio, al igual que la víctima anterior, era homosexual y, además, se decía que consumía drogas, aunque sus amigos lo negaban, afirmando que solo fumaba algún cigarrillo de marihuana de vez en cuando. Ese día, antes del ataque, Claudio había estado con dos amigos. Ambos fueron investigados y acusados del asesinato. El juicio duró tres años, pero finalmente fueron absueltos por falta de pruebas.

Hasta ahora, tres crímenes. Tres asesinatos que, puestos uno al lado del otro, no parecen tener nada en común. Tiempos diferentes, lugares diferentes, víctimas diferentes. Parecen episodios aislados, completamente desconectados. La única constante es que son crímenes sin sentido, tan absurdos que nadie sospecha que una única mano esté detrás de todo. Nadie piensa que puedan estar conectados.

La Firma del Águila y la Esvástica

Todo cambia el 4 de noviembre de 1980. A la redacción del diario Il Gazzettino en Mestre llega una extraña carta desde Bolonia. Está escrita a mano con caracteres rúnicos, esas antiguas letras angulosas de los pueblos germánicos que recuerdan a las inscripciones en piedra. En la parte superior de la página, un águila imperial con una esvástica. El texto dice lo siguiente:

La organización Ludwig asume la responsabilidad de los siguientes asesinatos. Guerrino Spinelli, Verona, agosto del 77. Luciano Stefanato, Padua, diciembre del 78. Claudio Costa, Venecia, diciembre del 79. Como prueba de la autenticidad de esta reivindicación, aportamos algunos detalles sobre los atentados que no son de dominio público. En el primero se utilizaron cuatro botellas molotov, no dos como informaron los periódicos, confeccionadas con frascos de 2 litros, de las cuales dos fueron lanzadas detrás del coche y dos fuera. En el segundo se utilizaron cuchillos con mango de plástico de color rojo anaranjado. En cuanto al tercero, se utilizaron dos cuchillos de cocina con mango de plástico blanco que fueron arrojados bajo el pequeño puente, cerca de donde la víctima fue apuñalada por primera vez, muriendo en el mismo callejón tras otras dos puñaladas.

La carta concluía con una frase en alemán: Gott mit uns (Dios con nosotros).

La información es escalofriantemente precisa. Los cuatro cócteles molotov, los mangos rojo anaranjado de los cuchillos… todo coincide con los informes policiales no publicados. El único detalle que no se puede verificar es el de los cuchillos de Venecia, que nunca fueron encontrados, ni siquiera después de que los buzos los buscaran en la laguna. Pero no hay duda: la carta es creíble. Quienes la enviaron son los responsables. La organización Ludwig.

¿Pero quiénes son? La referencia a la ideología nazi es evidente. El águila, la esvástica y el lema Gott mit uns, atribuido a las tropas del ejército alemán en la Segunda Guerra Mundial, no dejan lugar a dudas. Las autoridades deducen que se trata de algún grupo extremista, un comando armado o una guerrilla. Eran los «Años de Plomo» en Italia, un período marcado por la violencia política de las Brigadas Rojas, una organización terrorista de extrema izquierda. La idea de un grupo neonazi operando en el mismo clima explosivo parecía plausible.

De repente, los crímenes aparentemente aleatorios cobran un sentido macabro. En la visión enferma de Ludwig, las personas eliminadas eran consideradas impuras, indignas, fuera del modelo de sociedad que querían imponer. Eran homosexuales, drogadictos, personas sin hogar. La suya era una especie de cruzada personal contra quienes no encajaban en su modelo de mundo perfecto. Esto es aterrador. El país se enfrenta a individuos fuera de control, que no solo han matado, sino que tienen la intención de seguir haciéndolo.

La Cruzada de Sangre se Expande

El siguiente crimen no tarda en llegar. El 20 de diciembre de 1980, en Vicenza, encuentran moribunda a Alice Maria Baretta, una prostituta de poco más de 50 años. Mientras caminaba por un parque cerca de la estación de tren, fue atacada repetidamente con un hacha y un martillo, con la mayoría de los golpes concentrados en la espalda y la nuca. Un mensaje claro, considerando su oficio. Muere en el hospital quince días después. En febrero de 1981, una segunda carta de Ludwig llega a Il Gazzettino reivindicando también este asesinato, aportando como prueba la marca y el número de serie del martillo utilizado.

Pasan cinco meses. Es el 24 de mayo de 1981, en Verona. Una torre de las murallas de Porta San Giorgio, usada como refugio por personas sin hogar y toxicómanos, arde en llamas. Esa noche, además de los habituales, dormían allí tres jóvenes que se habían quedado sin alojamiento a última hora. Uno de ellos, Aurelio, logra escapar milagrosamente arrojándose a un río. Fabrizio también se salva con quemaduras leves. Su amigo, Luca Martinotti, de solo 17 años, pierde la vida. El incendio fue provocado.

Un testigo, Vittorio Salierno, conocido como «el Centauro», que también dormía allí, dice haber visto a un joven esparcir gasolina. Sin embargo, las autoridades no le creen, ya que él mismo había intentado prender fuego a la torre semanas antes. Salierno es arrestado y confiesa, pero luego se retracta. Finalmente, él y otros dos sospechosos son liberados. Ludwig reivindicará este incendio dos años después en una carta a la agencia de noticias ANSA, adjuntando un disco metálico que, según ellos, pertenecía a una de las linternas utilizadas, aunque dicha linterna nunca fue encontrada. La carta proclamaba:

Nuestra fe es el nazismo, nuestra justicia es la muerte, nuestra democracia es el exterminio.

La violencia de Ludwig no se detiene. El 20 de julio de 1982, en Vicenza, Mario Lovato y Giovanni Battista Pigato, dos frailes de 69 y 70 años, son brutalmente asesinados a martillazos mientras paseaban cerca del santuario de Monte Berico. Los agresores se ensañan con sus cuerpos incluso después de muertos. La opinión pública está conmocionada. ¿Quién podría querer hacer daño a dos hombres de fe? Sin embargo, una investigación más profunda revela que sobre ambos frailes pesaban rumores de escándalos de naturaleza sexual. De nuevo, las víctimas eran «diferentes» a los ojos de sus verdugos. Una testigo afirma haber visto a tres jóvenes en la escena del crimen poco antes de que ocurriera.

Siete meses después, el 26 de febrero de 1983, en Trento, el horror vuelve a golpear a la Iglesia. El padre Armando Bison, un sacerdote de 71 años, es agredido de forma monstruosa cuando regresaba a su convento. Lo golpean repetidamente en la cabeza y el cuello con un martillo y una especie de punzón. Otro sacerdote, el padre Gianni, presencia la escena desde su ventana y corre a socorrerlo. Al llegar, descubre algo espeluznante: soldado al punzón, que todavía está clavado en el cráneo de la víctima, hay un crucifijo. Un símbolo sagrado transformado en un arma de muerte. El padre Armando muere diez días después. Se descubre que pertenecía a una orden religiosa progresista y que, además, sobre él pesaban acusaciones no oficiales de pedofilia. Dos días después, Ludwig reivindica el crimen:

El poder de Ludwig no tiene límites. El crucifijo lleva la inscripción FABA. El fin de nuestra vida es la muerte de aquellos que traicionan al verdadero Dios.

Un Falso Culpable y la Escalada del Terror

A estas alturas, Ludwig ha golpeado siete veces, dejando un rastro de ocho víctimas mortales. El pánico se extiende por Italia. Las autoridades están bajo una presión inmensa. Llevan cuatro años de investigación y siguen a ciegas. Finalmente, el 29 de marzo de 1983, se produce un arresto que parece ser el punto de inflexión. Se detiene a Silvano Romano, un profesor de física de la Universidad de Pavía. Romano es un intelectual, un hombre extremadamente religioso y solitario, apasionado por la teología y autoproclamado «criminólogo aficionado». Ha coleccionado obsesivamente todo lo publicado sobre el caso Ludwig. Además, el día del asesinato del padre Bison, se encontraba en Trento. Y lo más sospechoso: había llamado al rabino de Padua para advertirle que Ludwig pronto atacaría a la comunidad judía. ¿Cómo lo sabía?

Para los medios, Romano es el culpable perfecto. Lo apodan «el profesor ordenador» y lo describen como un sexófobo impotente. Pero, tras ocho días de detención, Silvano Romano es liberado con disculpas públicas. No era él. Era solo un hombre fascinado por el caso, que intentaba comprender el horror a su manera.

Mientras tanto, Ludwig vuelve a actuar, y esta vez su crueldad alcanza un nuevo nivel. El 14 de mayo de 1983, en Milán, un incendio arrasa el cine porno Eros Sexy Center. En la sala hay unas cuarenta personas. Las llamas se extienden con una rapidez aterradora, devorando cortinas, butacas y moqueta. El humo negro inunda el local. El pánico es total. El balance es devastador: seis personas mueren, entre ellas un médico que había entrado para prestar auxilio, y otras 32 resultan heridas. Seis días después, llega la reivindicación de Ludwig a la ANSA de Milán:

Reivindicamos la pira de los penes. Un escuadrón de la muerte ha ajusticiado a hombres sin honor, irrespetuosos de la ley de Ludwig.

Aportan detalles precisos sobre los bidones de gasolina utilizados. Una cajera recuerda haber vendido entradas a tres jóvenes con dos bolsas de deporte, probablemente las que contenían la gasolina.

A partir de este momento, algo cambia. Ludwig ya no ataca a individuos, sino a lugares. Lugares que, en su visión distorsionada, representan el mal. Ponen en marcha verdaderas masacres. Su objetivo ya no es una víctima a la vez, sino cuantas más personas mejor, una lógica de exterminio a gran escala. Y no solo eso, también expanden sus horizontes.

El 17 de diciembre de 1983, en Ámsterdam, un club de sexo llamado Casa Rossa arde, causando la muerte de 13 personas. Ludwig reivindica el incendio, pero la policía holandesa arresta a un ex empleado despedido, atribuyendo el crimen a una venganza personal. El caso queda en la ambigüedad.

Pocas semanas después, la noche del 7 de enero de 1984, un club nocturno en Múnich, el Liverpool, es incendiado. Una camarera de origen italiano muere. En los restos se encuentran bolsas de deporte, bidones de gasolina y un despertador usado como temporizador. Diez días después, Ludwig envía una carta a la ANSA con la descripción exacta, marca y número de serie del despertador. La reivindicación es creíble. Dos testigos, un taxista y un cliente, declaran haber visto a dos jóvenes de aspecto sospechoso fuera del local.

La Captura de los Pierrots

El 4 de marzo de 1984 marca el punto de inflexión definitivo. Estamos en Castiglione delle Stiviere, en la provincia de Mantua. Es la última tarde de Carnaval y en la discoteca Melamara se celebra una fiesta de disfraces con unos 400 jóvenes. En medio de la música y la diversión, un empleado del local nota un extraño olor a gasolina. Avisa al DJ, Rudy Franceschi, quien inmediatamente baja la música, toma el micrófono y pide a la gente que evacúe el local.

En ese preciso instante, ve a dos jóvenes vestidos de Pierrot que huyen. Uno de ellos, antes de cruzar una puerta de seguridad, deja caer una garrafa de gasolina y le arroja una cerilla encendida. Las llamas estallan al instante. El pánico se apodera de la multitud. Se forma un atasco en la entrada principal, con gente intentando salir y otros aún tratando de entrar. En medio del caos, varias personas sufren quemaduras.

Pero entre la multitud que no logra escapar están también los dos Pierrots. Han sido vistos por demasiada gente. La multitud, cargada de rabia, los acorrala y los retiene hasta la llegada de la policía, evitando por poco un linchamiento.

Finalmente, los dos Pierrots son arrestados e identificados. Se llaman Wolfgang Abel, de 29 años, y Marco Furlan, de 28. Dos jóvenes de aspecto pulcro, delgados, que parecen mucho más jóvenes de lo que son. Parecen, como se suele decir, dos buenos chicos. ¿Son ellos realmente Ludwig? ¿El monstruoso grupo terrorista que ha matado durante siete años sin que nadie pudiera atraparlos?

Las Mentes detrás de la Máscara

Durante los interrogatorios, sus respuestas son vagas. Furlan minimiza el acto, calificándolo de simple broma. Dice que solo querían ver el efecto de unas pequeñas llamas en la gente, divertirse viendo su reacción. Las autoridades le hacen ver que su «broma» no se convirtió en una masacre solo porque la moqueta de la discoteca era ignífuga. Su plan era diabólico: habían llenado dos bolsas de deporte con garrafas de gasolina perforadas, de modo que el líquido se derramaba mientras caminaban. Trazaron un círculo perfecto de combustible alrededor de la pista de baile para atrapar a todos en un anillo de fuego, y luego rociaron también las salidas de emergencia para bloquear cualquier vía de escape. No era una broma, era un plan.

Abel, en cambio, ofrece una justificación ideológica. Declara su odio por las discotecas, a las que considera lugares de perdición para la juventud, centros de distribución de drogas y de explotación económica. Ve en ellas una institución que corrompe y degrada. Su discurso encaja a la perfección con la doctrina de Ludwig: transformar una aversión personal en una misión purificadora, decidir qué es puro y qué debe ser eliminado.

Las dudas se disipan con los registros de sus domicilios. En las habitaciones de ambos se encuentran cuadernos que, mediante una técnica forense llamada ESDA, revelan las hendiduras de las frases escritas en las cartas de reivindicación. Las pruebas son abrumadoras. Se encuentran pruebas de sus viajes, que coinciden con los lugares de los crímenes. Las bolsas de deporte usadas en la discoteca Melamara son idénticas a las vistas en el incendio de Múnich. Varios testigos los reconocen en las fotos. En la escena del crimen de Venecia se encontraron unas gafas graduadas; la graduación coincide con la de Abel. Y, como golpe final, la propia madre de Abel reconoce el despertador encontrado en Múnich como uno idéntico al que su hijo tenía en su habitación y que había desaparecido misteriosamente. La misma madre afirma que su hijo está enfermo y que es absolutamente posible que sea el autor de esos crímenes.

Wolfgang Abel y Marco Furlan son Ludwig.

La Génesis del Odio: Dos Vidas Entrelazadas

¿Quiénes son estos dos jóvenes y qué los llevó a convertirse en monstruos? Wolfgang Abel nació en Múnich en 1959 en el seno de una familia acomodada. Su padre era un alto ejecutivo de una aseguradora alemana. Se trasladaron a Verona cuando él tenía cinco años. En el colegio, a pesar de su buen aspecto, era un chico esquivo y solitario, tan frío que sus compañeros lo apodaban «Wolfi, el frigorífico».

Un día, un nuevo estudiante llegó a su instituto. A pesar de haber varios pupitres vacíos, eligió sin dudar el que estaba al lado de Wolfgang, que siempre se sentaba solo. Ese estudiante era Marco Furlan. Nacido en Padua en 1960, Furlan también provenía de una familia adinerada. Su padre era el jefe de la unidad de grandes quemados del hospital de Borgo Trento, una ironía macabra, ya que algunas de las víctimas de los incendios provocados por su hijo fueron tratadas en ese mismo departamento.

Marco, al igual que Wolfgang, era introvertido y reservado. Desde que se conocieron, se volvieron inseparables. Su relación era exclusiva y totalizante. Pasaban juntos cada momento, sin relacionarse con nadie más. Su vínculo era tan intenso que muchos especularon sobre una posible relación homosexual, algo que, dada su obsesiva persecución de homosexuales, podría revelar una profunda batalla interna. Odiaban con furia en los demás aquello que, quizás, temían reconocer en sí mismos.

Ambos mantenían discursos moralistas, puritanos y reaccionarios. Despreciaban la prostitución y el «declive moral» de la sociedad. Durante una breve relación con una chica llamada Daniela, Abel la acusó de haberse «corrompido» al empezar a frecuentar discotecas. Confesaron a sus amigas su pertenencia a un grupo político-religioso de extrema derecha llamado «Guerrilleros de Cristo Rey».

El hermano de Wolfgang, Robert, contó que algo lo cambió para siempre. Cuando era adolescente, su hermana pequeña, Sabine, de seis años, murió en sus brazos. A partir de ese momento, Wolfgang se encerró en sí mismo, llenó su habitación de cruces negras, pintó los muebles de negro e incluso construyó un sarcófago con un viejo baúl.

Su ideología se gestó en el Veneto de finales de los 70, una región de fuerte tradición católica que se enfrentaba a un nuevo libertinismo. En este caldo de cultivo, donde proliferaban células neofascistas, Abel y Furlan desarrollaron su delirante plan de «purificación» social, asesinando a aquellos que consideraban indignos.

Juicio, Fuga y el Silencio Final

El proceso judicial fue complejo. Las primeras pericias psiquiátricas hablaron de una semi-enfermedad mental, una especie de psicosis compartida o folie à deux, con Abel como el dominante inductor y Furlan como el seguidor influenciable. Esto les evitó la cadena perpetua. El 10 de febrero de 1987 fueron condenados a 30 años de prisión. Curiosamente, el tribunal no consideró el móvil ideológico, tratándolos más como psicópatas que como terroristas.

En 1988, mientras esperaban el juicio de apelación, los plazos de la prisión preventiva expiraron y ambos fueron puestos en libertad bajo arresto domiciliario. Pero en 1991, la Corte de Casación confirmó su condena a 27 años. Debían volver a la cárcel. Abel intentó huir sin éxito. Furlan lo consiguió. Modificando su apellido en el carné de identidad de «Furlan» a «Eurlan», escapó y permaneció prófugo durante cuatro años. Fue reconocido por casualidad por un turista italiano en Creta en 1995, donde trabajaba en una empresa de alquiler de coches. Fue extraditado y encarcelado.

Ambos cumplieron sus condenas. Furlan fue liberado en 2010 y Abel en 2016. Siguieron negando su culpabilidad, contradiciéndose y cambiando sus versiones. En una entrevista televisiva, Abel se proclamó inocente, insistiendo en que fue condenado por ser alemán. Furlan, por su parte, pidió perdón al Papa Francisco.

El 28 de octubre de 2024, Wolfgang Abel murió a los 65 años en el hospital de Borgo Trento, tras pasar tres años en coma debido a una caída. Marco Furlan sigue vivo.

Los Enigmas que Perduran

Incluso con los culpables identificados y condenados, el caso Ludwig sigue envuelto en sombras.

El primer enigma es el propio nombre: ¿de dónde viene Ludwig?

  • Ludovico, el inquisidor: En la casa de Abel se encontró una novela de Ignazio Silone en la que un personaje, Fray Ludovico, es un religioso intransigente y autoproclamado inquisidor.
  • Ludwig, el rey loco: Podría hacer referencia a Ludwig II de Baviera, el rey protagonista de la película de Luchino Visconti, un soberano atormentado y obsesionado con una idea de pureza casi enfermiza.
  • Ludwig, el filósofo nazi: El escritor Valerio Evangelisti sugiere una conexión con el filósofo alemán Ludwig Klages, una figura venerada en círculos de la ultraderecha por sus teorías racistas y neopaganas.
  • Ludwig y la Naranja Mecánica: Quizás la teoría más inquietante. La película de Stanley Kubrick, estrenada en Italia en 1972, tuvo un impacto cultural enorme. Su protagonista, Alex, un joven ultraviolento, tiene una obsesión por la música de Ludwig van Beethoven. En una de las escenas más icónicas, él y sus amigos agreden a un vagabundo. Pero lo más revelador es que, para «curar» a Alex de su violencia, lo someten a una terapia de reeducación forzada llamada «Método Ludovico», un intento de purificar su mente del mal. La conexión parece demasiado precisa para ser una coincidencia.

El segundo y más grande enigma es la existencia de un «tercer hombre» o, incluso, de una organización real. Varios testigos de los crímenes afirmaron haber visto a tres agresores, no dos. Años después de las condenas, un conocido exponente de la organización neofascista Ordine Nuovo declaró que Ludwig era, de hecho, una organización de unas diez personas. El propio Furlan, en una entrevista anónima, insinuó la existencia de otros cómplices. Si esto fuera cierto, ¿cuántos responsables de aquellos crímenes siguen en libertad?

El caso Ludwig es mucho más que la crónica de una serie de asesinatos. Es una inmersión en las profundidades de la psique humana, una historia sobre cómo el miedo a lo diferente puede mutar en un fanatismo purificador. Es la demostración de que el mal puede esconderse detrás de los rostros más insospechados, los de «buenos chicos» de familias acomodadas.

A día de hoy, las preguntas sin respuesta continúan resonando. El caso Ludwig sigue siendo una herida abierta en la historia de Italia, un recordatorio inquietante de que, a veces, el monstruo no es un extraño que acecha en la oscuridad, sino el reflejo que nos devuelve el espejo, un reflejo de todo aquello que, dentro de nosotros mismos, quizás no queremos ver.

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