Vigilia de Sangre: La Tragedia de una Amistad Rota en Cardiff
En el frío y expectante silencio de una mañana de Nochebuena, cuando la mayoría de los hogares bullen de preparativos y alegría anticipada, el servicio de emergencias 999 del Reino Unido recibió una llamada que rompería la paz de la festividad. Eran las 11:32 del 24 de diciembre de 2023. La voz al otro lado de la línea era la de un joven, su tono agitado pero extrañamente controlado. Necesitaba una ambulancia, urgentemente. Su amigo estaba en el suelo, necesitaba ayuda. El operador, entrenado para mantener la calma, hizo la pregunta crucial: «¿Está respirando?». La respuesta cayó como una losa de hielo: «No, está muerto». De fondo, los gritos de una mujer en pánico suplicaban rapidez. Pero ya era demasiado tarde. La vida de un joven se había extinguido de la forma más violenta, y la historia detrás de esa llamada desvelaría una espiral de deterioro mental, señales ignoradas y una amistad que se pudrió desde dentro hasta culminar en un acto de brutalidad incomprensible.
Esta es la historia de William Bush y Dylan Thomas. Una historia que comienza como tantas otras, con la promesa de una amistad para toda la vida, y termina en una escena de crimen que deja una pregunta flotando en el aire gélido de Cardiff: ¿qué habría pasado si alguien hubiera escuchado los susurros antes de que se convirtieran en gritos?
Dos Mundos, una Amistad Inseparable
Para desentrañar el nudo de esta tragedia, debemos retroceder y conocer a los dos jóvenes en el centro de la tormenta. Sus vidas, aunque entrelazadas por un vínculo profundo, partían de realidades diametralmente opuestas.
William Kenneth Bush, conocido por todos como Will, nació el 12 de febrero del año 2000. Creció en Brecon, una pequeña y pintoresca ciudad de Gales de apenas 7,000 habitantes, en el seno de una familia unida y cariñosa junto a sus padres, John y Litz, y sus hermanos, Katherine y Alex. Will era la personificación de la amabilidad. Un joven simpático, afectuoso y tranquilo, de esos que rehúyen los conflictos y prefieren la paz. Su lealtad era su firma; una cualidad que le granjeó un amplio círculo de amigos que lo adoraban por su carácter genuino y su corazón noble.
A los 13 años, Will ingresó en el Christ College de Brecon, una prestigiosa y exclusiva escuela privada cuya matrícula semestral ascendía a la asombrosa cifra de 13,000 libras esterlinas. Fue entre esos muros de élite donde su camino se cruzó con el de Dylan Thomas.
Dylan Thomas, nacido el 30 de junio de 2000 en Jersey, era el heredero de un imperio. Su familia, de origen escocés, nadaba en una opulencia casi inimaginable. Su madre, Kirsty Howells, había sido una supermodelo de fama internacional, miembro de la legendaria agencia Elite, la misma que catapultó a la fama a iconos como Cindy Crawford y Naomi Campbell. Su padre, Scott Thomas, era una figura prominente en la alta sociedad empresarial de Gales. El patrimonio familiar se estimaba en unos 230 millones de libras, aproximadamente 270 millones de euros.
Esta colosal fortuna provenía de un negocio de confitería fundado en los años 50 por el abuelo de Dylan, Sir Stanley Thomas. La empresa, originalmente llamada Thomas’s Pies y más tarde Peter’s Food, fue vendida en 1988 por 95 millones de libras, una suma estratosférica para la época, que Sir Stanley supo reinvertir y multiplicar. Dylan, por tanto, no era solo un chico rico; era el futuro custodio de un legado multimillonario.
Sin embargo, tras la fachada de lujo se escondían sombras. Los padres de Dylan se divorciaron cuando él tenía solo tres años, a raíz de un violento episodio de abuso doméstico. Scott Thomas, el padre, arrastraba un pasado turbio. En su juventud, regentó un bar en Cardiff donde un cliente murió en circunstancias nunca esclarecidas, cayendo desde un balcón. Años más tarde, en enero de 2003, la violencia estalló en su propia casa. Scott agredió a Kirsty, golpeándola con un teléfono delante de su hijo de dos años y medio. Las heridas y la sangre en las paredes pusieron fin al matrimonio y le valieron a Scott una condena de seis meses de prisión. Este trauma infantil, presenciar la agresión a su madre, fue una grieta temprana en los cimientos de la psique de Dylan.
En el Christ College, la diferencia de mundos se desvaneció. Will, el chico tranquilo y leal, y Dylan, el heredero extrovertido y carismático, forjaron una amistad simbiótica. Eran inseparables, dos caras de la misma moneda que se complementaban a la perfección. Crecieron juntos, compartiendo los secretos, las risas y las incertidumbres de la adolescencia.
Caminos Divergentes y las Primeras Fisuras
Al terminar la escuela secundaria, sus caminos comenzaron a separarse, aunque su vínculo parecía inquebrantable. Will, pragmático y trabajador, se matriculó en la Universidad de Oxford Brookes para estudiar gestión inmobiliaria. Dylan, por su parte, fue admitido en la universidad pero rechazó la oferta. Con un futuro económico asegurado, no sentía la urgencia de forjarse una carrera. Optó por tomarse un tiempo sabático, un limbo de indefinición mientras su mejor amigo sentaba las bases de su futuro.
Una vez graduado, Will encontró trabajo como perito de edificación en Cardiff y tomó una decisión que sellaría su destino: irse a vivir con Dylan. En 2021, los dos amigos se instalaron en una bonita casa de dos dormitorios en Chapel Street, en el distrito de Llandaff, una propiedad de los abuelos de Dylan. El acuerdo era sencillo: Will pagaría un alquiler reducido a cambio de hacer de chófer para Dylan, que no tenía carnet de conducir, y de compartir los gastos del hogar.
Para Will, la vida en Cardiff era un sueño. La ciudad ofrecía un sinfín de oportunidades que su pequeño pueblo natal no podía. Se sumergió en sus pasiones, especialmente el golf, llegando a competir en torneos locales. Tenía un trabajo, un círculo social activo y un futuro prometedor.
Dylan, en cambio, parecía estancarse. El joven que había sido el alma de la fiesta en el colegio ahora vivía una vida aislada. No estudiaba, no trabajaba y, lo más preocupante, no tenía más amigos que Will. Su universo social se había encogido hasta reducirse a una sola persona. Will, consciente de esta dependencia, a menudo sacrificaba sus propios planes para no dejar solo a Dylan, asumiendo un rol casi de cuidador. Adoptaron juntos a Bruce, el perro de la madre de Dylan, aunque en la práctica era Will quien se ocupaba de él casi por completo.
El equilibrio, ya de por sí precario, se tambaleó definitivamente cuando apareció Ella Jeffrees. Will y Ella eran compañeros de trabajo y, tras dos años de amistad, se dieron cuenta de que sentían algo más. Su relación floreció rápidamente, convirtiéndose en un amor profundo y serio. La presencia de Ella, cada vez más constante en la casa de Chapel Street, alteró la dinámica de la convivencia. Para Dylan, que nunca había tenido una relación estable, fue un golpe difícil de asimilar. Veía cómo el tiempo y la atención de su único amigo se desviaban hacia otra persona. El sentimiento, quizás comprensible al principio, como el de cualquier amigo que se siente desplazado, comenzó a fermentar en algo mucho más oscuro y tóxico.
El Descenso a la Oscuridad: Señales Ignoradas
El año 2023 marcó el inicio del fin. En septiembre, la salud de Will se deterioró inesperadamente. Empezó a sufrir migrañas incapacitantes, náuseas constantes y una ansiedad paralizante. La situación llegó a ser tan grave que tuvo que tomarse un mes de baja laboral. Durante ese tiempo de reflexión, decidió que el estrés de su trabajo era insostenible y presentó su dimisión.
En medio de esta crisis personal, su relación con Ella se fortaleció. Hablaron de dar el siguiente paso, de buscar una casa y empezar una vida juntos. Mientras tanto, sin trabajo ni ingresos, Will se encontraba en una posición vulnerable. Dylan, en un gesto que parecía de genuina amistad, le ofreció suspender el pago del alquiler de forma indefinida. Lo ayudaba, pero a la vez, quizás inconscientemente, lo mantenía atado a él.
Fue en este período cuando el comportamiento de Dylan comenzó a volverse alarmantemente errático. El 3 de noviembre, sin previo aviso, desapareció. Tomó un vuelo a Turquía, confesando más tarde que su intención era «visitar Gaza», un plan absurdo y delirante considerando que la región estaba inmersa en una guerra devastadora. Su viaje no tenía ningún propósito humanitario; era simplemente un impulso irracional. Finalmente, pasó unos días en Estambul y regresó a Gales vía Roma, en un trayecto ilógicamente largo para, según él, ahorrar dinero. El heredero de 270 millones de euros preocupado por el precio de un billete de avión era, en sí mismo, una bandera roja ondeando con fuerza.
A su regreso, el 6 de noviembre, la situación se precipitó. Viajó a Londres y, en un acto de puro delirio, intentó escalar la valla del Palacio de Buckingham. La reacción de la seguridad fue inmediata y contundente. Fue reducido y arrestado. Durante el forcejeo, explicó con vehemencia que estaba «explorando el campo energético» entre el palacio y la Aguja de Cleopatra, un obelisco situado a dos kilómetros de distancia. Estaba convencido de que los agentes que lo detenían podían leerle la mente.
Era evidente que Dylan estaba sufriendo un episodio psicótico. Sin embargo, lo que sucedió a continuación es quizás la parte más trágica de esta historia: no sucedió nada. Fue puesto en libertad bajo fianza. Las autoridades, al ser él mayor de edad, no contactaron a su familia. Will, el único que conocía todos los detalles, probablemente por lealtad o por no querer agravar su situación legal, tampoco alertó a nadie. El sistema y su círculo más cercano le fallaron por completo. La salud mental de Dylan se desmoronaba a la vista de todos, pero nadie intervino.
La psicosis de Dylan se manifestaba de formas cada vez más extrañas. Un día, le confesó a Will que había denunciado a la cadena de tiendas Primark por un «ruido ensordecedor y agudo» que había escuchado al pasar por una de sus sucursales, un sonido que, por supuesto, solo él había percibido. Era otra alucinación auditiva, otra pieza en el rompecabezas de una mente que se rompía.
El indicio más aterrador, sin embargo, llegó a través de una confidencia que Will le hizo a su novia, Ella. Un día, Dylan se le había acercado con una seriedad escalofriante y le había dicho que llevaba días preguntándose «qué se sentiría al matarlo». El terror se apoderó de Will, que corrió a su habitación y se encerró con llave mientras Dylan intentaba forzar la puerta. «No parece él mismo», le dijo Will a Ella, aterrorizado. Si Will, su amigo más leal y comprensivo, reaccionó de esa manera, es porque la mirada en los ojos de Dylan debió ser la de un completo extraño, la de un depredador. La amenaza ya no era un susurro; era una declaración de intenciones.
Las Horas Finales: Crónica de una Muerte Anunciada
Sábado, 23 de diciembre de 2023. La víspera de la Nochebuena. Will y Ella pasaron el día haciendo las últimas compras navideñas. Dylan, por su parte, se marchó para pasar las fiestas con su familia, con la intención de no regresar a la casa de Chapel Street hasta el día de San Esteban. Se despidió de Will y Ella con un abrazo y buenos deseos. Una escena de normalidad que enmascaraba la tormenta que se avecinaba.
Esa noche, durante la cena familiar, Dylan le confesó a su abuela, Sharon, que se sentía solo y deprimido. Ella, preocupada, le invitó a pasar la noche en su casa. Una vez allí, Dylan se retiró a dormir temprano, pero el sueño no llegó. Bajó dos veces a la sala donde su abuela veía su iPad, mostrándose inquieto y triste.
Fue entonces cuando comenzó el asedio digital. A las 22:56, Dylan le envió un mensaje a Will: «¿Me dejaste una llave?», seguido de una cascada de signos de interrogación. Will, probablemente dormido, no respondió. A las 2:28 de la madrugada, Dylan volvió a la carga: «¿A qué hora te vas mañana?». Y casi de inmediato: «Tengo que verte mañana antes de que te vayas. Dime a qué hora». La insistencia era desesperada, casi una orden.
Mientras Will dormía, ajeno a la obsesión que crecía en la mente de su amigo, Dylan no solo le enviaba mensajes. La investigación policial revelaría más tarde su actividad en internet durante esa noche de insomnio. A las 00:18, buscó «venas y arterias». Veinte minutos después, abrió una imagen que señalaba la ubicación precisa de la vena yugular. A la 1:29, buscó la ominosa frase «recoges lo que siembras». Intentó, sin éxito, pedir un taxi o un Uber en dos ocasiones, a las 3:30 y a las 8:54. Quería ir a la casa de Will, y quería hacerlo solo.
La mañana del 24 de diciembre, Dylan se levantó y le dijo a su abuela que no había pegado ojo en toda la noche. Salió al balcón, bajo una lluvia helada, con la mirada perdida, «en su propio mundo», como lo describiría ella más tarde. Sharon le instó a entrar y le ofreció un somnífero. Pero Dylan tenía una única cosa en mente. Le dijo a su abuela que necesitaba volver urgentemente a Chapel Street para sacar a pasear a Bruce, el perro. Era una mentira evidente; Will estaba en casa y siempre se había encargado del animal. Lo que Dylan quería era ver a Will, y su abuela, sin conocer la verdadera y oscura intención, accedió a llevarlo.
El trayecto en coche fue tenso. El tráfico navideño los retrasaba y Dylan se mostraba cada vez más agitado, incapaz de quedarse quieto. A las 11:00, envió un último mensaje a Will: «¿Estás en casa?». Will respondió afirmativamente minutos después. La respuesta de Dylan fue lapidaria: «Ok, casi he llegado. Quédate ahí».
A las 11:16, el coche de la abuela se detuvo frente a la casa. Dylan bajó casi saltando de agitación. Le aseguró a su abuela que tardaría solo diez minutos. Diez minutos que se convertirían en una eternidad de horror.
El Horror en Chapel Street
Lo que ocurrió en esos diez minutos fue una explosión de violencia salvaje y premeditada. Según la reconstrucción de los hechos, Dylan entró en la casa y se dirigió directamente a la cocina. Abrió un cajón, empuñó un cuchillo grande y tomó otro de tipo navaja. Con las dos armas en su poder, subió las escaleras hacia la habitación de Will.
El ataque fue por la espalda, una traición absoluta. Will, que estaba de pie o sentado, fue apuñalado por sorpresa en la nuca por el hombre que consideraba su mejor amigo. Malherido, intentó huir, pero Dylan lo persiguió. La carnicería continuó por las escaleras, se recrudeció en la cocina y culminó en el patio trasero.
En la cocina se infligieron las heridas más graves. Will recibió un total de 37 puñaladas en la nuca, la cabeza y el pecho. Dylan, en un acto de crueldad final, le cortó la garganta, seccionando la arteria principal. Las heridas defensivas en las manos de Dylan sugerían que Will había intentado, aunque fuera brevemente, luchar por su vida.
De alguna manera, con una fuerza de voluntad sobrehumana, Will logró arrastrarse fuera de la casa, hacia el patio, donde finalmente se desplomó en un charco de su propia sangre. Sus gritos de ayuda fueron escuchados por un transeúnte, John Ivins, que pasaba por allí con su familia. Vieron la escena dantesca y llamaron a las autoridades. Pero nadie pudo llegar a tiempo para salvarlo. Dylan lo había rematado en el patio, asegurándose de que no hubiera escapatoria.
Consumado el acto, Dylan regresó al coche donde su abuela esperaba, ajena a todo, hablando por teléfono. Con una apatía escalofriante, le dijo: «Lo he matado en defensa propia». Le mostró las heridas en sus manos como supuesta prueba. «Se volvió loco», repetía una y otra vez, refiriéndose a Will.
Sharon corrió hacia la casa y encontró a Will. Desesperada, comenzó a practicarle la reanimación cardiopulmonar mientras le gritaba a su nieto que llamara al 999. Fue entonces cuando Dylan hizo esa llamada helada y distante que inició esta historia.
Cuando los paramédicos y la policía llegaron a las 11:36, solo pudieron certificar la muerte de Will Bush. Dylan Thomas fue arrestado por asesinato, mientras repetía mecánicamente a los agentes: «Me atacó, fue en defensa propia». Pero la brutalidad de las heridas contaba una historia muy diferente. El día más feliz del año se había convertido en el más oscuro para la familia Bush, que esperaba a su hijo para celebrar la Navidad y conocer a la mujer con la que planeaba pasar el resto de su vida. En su lugar, recibieron la peor noticia imaginable.
El Juicio: ¿Locura o Maldad Premeditada?
El juicio contra Dylan Thomas comenzó en noviembre de 2024. Sorprendentemente, la coartada de la defensa propia fue abandonada. En su lugar, Dylan se declaró culpable de homicidio involuntario por responsabilidad disminuida. Su defensa se centraría en su estado mental alterado, argumentando que una psicosis severa lo había llevado a cometer el crimen.
Dylan siguió el proceso por videoconferencia desde un hospital psiquiátrico de alta seguridad, donde había sido diagnosticado con esquizofrenia. Su estado mental no le permitía estar físicamente presente en la sala.
La defensa presentó el testimonio del Dr. Paunchu Xavier, el psiquiatra que lo trataba. Según el doctor, el ataque fue el resultado directo de un episodio psicótico. La pieza central de su argumento era una alucinación específica que Dylan afirmó haber tenido entre octubre y noviembre. Estaba convencido de haber escuchado a Will decir que planeaba matarlo para «beber su líquido cefalorraquídeo». Esta creencia delirante, según la defensa, lo sumió en una paranoia constante, haciéndole sentir que su vida corría peligro. El día de la Nochebuena, simplemente, actuó en lo que su mente fracturada percibía como una defensa preventiva.
La fiscalía, sin embargo, pintó un cuadro muy diferente. Reconocían la enfermedad mental de Dylan, pero sostenían que, en el momento del asesinato, era plenamente consciente de sus actos. El crimen, argumentaban, no fue un acto de locura espontánea, sino un asesinato premeditado, alimentado por la celosía y la desesperación. Dylan no podía soportar la idea de que Will lo abandonara para empezar una nueva vida con Ella.
Las pruebas de la fiscalía eran contundentes. Las búsquedas en internet sobre la vena yugular y la frase «recoges lo que siembras» apuntaban a una planificación metódica. La confesión de Will a Ella sobre la amenaza directa de Dylan («me pregunto qué se sentiría al matarte») demostraba que la idea del asesinato llevaba tiempo rondando su mente. Además, la lógica de la defensa se desmoronaba ante una simple pregunta: si Dylan tenía tanto miedo de Will, ¿por qué fue él quien insistió desesperadamente en ir a su casa esa mañana?
El juicio reveló la profundidad de los delirios de Dylan. Estaba obsesionado con teorías pseudocientíficas y conspirativas. Creía haber descubierto cómo vencer la gravedad y diseñaba prototipos de «taxis espaciales» y sistemas de energía ilimitada que enviaba en cartas a Elon Musk. Su realidad se había desconectado por completo de la del resto del mundo.
Tras siete días de testimonios desgarradores, incluyendo las declaraciones de la familia de Will y su novia Ella, que lo describió como «el amor de su vida», el jurado emitió su veredicto. Dylan Thomas fue declarado culpable de asesinato. La tesis de la defensa fue rechazada. El tribunal determinó que, a pesar de su enfermedad, en el momento del crimen fue capaz de realizar un acto racional y deliberado.
El 24 de enero de 2025, la jueza Karen Stain dictó la sentencia, describiendo el crimen como un «ataque prolongado y feroz contra un joven que solo había sido un amigo fiel y leal». Dylan Thomas fue condenado a cadena perpetua, con un mínimo de 19 años de cumplimiento obligatorio antes de poder solicitar la libertad condicional.
El Eco de una Tragedia Evitable
El caso de William Bush y Dylan Thomas es una herida abierta que plantea preguntas incómodas y dolorosas. Es la crónica de un desastre anunciado, una catástrofe que podría y debería haberse evitado. La responsabilidad penal de Dylan Thomas es incuestionable, y su condena es justa. Will Bush merecía vivir, construir un futuro con la mujer que amaba y disfrutar de la vida que se estaba labrando con esfuerzo y bondad.
Pero la culpa moral se extiende más allá del asesino. Es imposible no preguntarse dónde estaba su multimillonaria familia mientras su salud mental se desintegraba de forma tan evidente y peligrosa. ¿Cómo es posible que después de un incidente tan grave como intentar asaltar el Palacio de Buckingham, el sistema simplemente lo dejara ir sin una evaluación psiquiátrica obligatoria y sin alertar a sus allegados?
Esta historia es un sombrío recordatorio del estigma que todavía rodea a las enfermedades mentales y de nuestra incapacidad colectiva para reconocer y actuar ante las señales de auxilio. La lealtad de Will hacia su amigo, aunque admirable, se convirtió en una trampa mortal. El miedo, la negación o la simple ignorancia de quienes rodeaban a Dylan permitieron que su psicosis creciera sin control, como una maleza venenosa, hasta que ahogó la vida de la única persona que se había quedado a su lado.
La sangre derramada en Chapel Street en aquella víspera de Navidad no solo mancha las manos de Dylan Thomas. Salpica también a un sistema que falló, a una familia ausente y a una sociedad que a menudo prefiere mirar hacia otro lado. El eco de los gritos de Will resuena como una advertencia: a veces, la mayor monstruosidad no es la que se esconde en la oscuridad, sino la que se gesta a plena luz del día, mientras todos observan en silencio.
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