La Tesis Inacabada de Loretta Saunders: La Voz Inuit Silenciada por la Brutalidad
En los confines del norte de Canadá, donde la tierra se funde con el hielo y el cielo parece infinito, se extiende la vasta y solitaria región de Labrador. Es un lugar de una belleza sobrecogedora y a la vez implacable, un territorio más grande que España pero habitado por menos de treinta mil almas. Aquí, en este paisaje de contrastes, las comunidades son pequeñas, los lazos estrechos y los secretos difíciles de guardar. Fue en este rincón del mundo, en el pueblo de Happy Valley, donde el 26 de agosto de 1987 nació Loretta Barbara Grace Saunders, una mujer cuya vida y trágica muerte se convertirían en un doloroso símbolo de una lucha mucho más grande que ella misma.
La historia de Loretta no es solo la crónica de un crimen atroz, sino también un profundo viaje a las raíces de la cultura inuit, una ventana a las realidades y los traumas generacionales que han marcado a los pueblos originarios de Canadá. Su vida fue un testimonio de resiliencia, y su muerte, una terrible ironía que resonó en todo el país, obligando a muchos a escuchar una verdad que durante demasiado tiempo había sido ignorada.
Raíces en una Tierra de Extremos
Loretta creció en el seno de una familia trabajadora y de gran corazón. Su madre, Miriam Terriak, era secretaria en una cooperativa de pescadores, y su padre, Clayton Saunders, trabajaba como almacenista en la base aérea local. Clayton y Loretta compartían un vínculo especial; para él, ella siempre fue su princesa. No eran una familia adinerada, pertenecían a esa clase media-baja que vive sin lujos pero con una inmensa riqueza en valores comunitarios y solidaridad.
La casa de los Saunders era un hervidero de vida. Loretta era la quinta hija biológica del matrimonio, pero el hogar estaba constantemente abierto a más niños. Miriam y Clayton solían acoger a niños indígenas de la zona que se encontraban en situaciones de vulnerabilidad y riesgo de exclusión social. Este acto de generosidad inmensa definía el ambiente en el que Loretta se crió: un hogar ruidoso, caótico, lleno de hermanos de sangre y de corazón, donde el amor y las responsabilidades se compartían a partes iguales. Entre sus hermanos más cercanos, aquellos que más tarde alzarían la voz por ella, se encontraban Delilah, quien más tarde adoptaría el nombre de Diem como persona no binaria, Audrey, Garrett y Paula. Este crisol de experiencias forjó en Loretta una profunda empatía y un agudo sentido de la justicia desde muy temprana edad.
Sin embargo, su camino no estuvo exento de oscuridad. La adolescencia de Loretta fue una etapa turbulenta, marcada por una relación tóxica que la arrastró al abismo de la adicción. Dejó el instituto en noveno grado, se vio envuelta en un ciclo de mentiras y pequeños robos para financiar su consumo de sustancias ilícitas, y finalmente tocó fondo. Sintiéndose perdida y desconectada de todo lo que amaba, huyó a Montreal, desapareciendo del mapa y sumiendo a su familia en una angustia insoportable.
Durante un tiempo, vivió en las calles de la gran ciudad, sin una red de apoyo, completamente a merced de su adicción. Fue una época de desesperación extrema, un período en el que la joven brillante y llena de vida parecía haberse desvanecido por completo. Pero en el punto más bajo de su existencia, cuando todo parecía perdido, Loretta encontró la fuerza para hacer una llamada que lo cambiaría todo. Al otro lado de la línea, la voz de su madre, Miriam, fue su ancla. Rota en lágrimas, Loretta solo pudo susurrar una súplica: Mamá, lo siento, ayúdame.
La respuesta de Miriam fue inmediata y sin reproches. Viajó hasta Montreal, encontró a su hija y le ofreció la única salida posible: un centro de desintoxicación. Fue una decisión increíblemente dura, un reconocimiento de su propia vulnerabilidad, pero Loretta la aceptó. Con una valentía admirable, se enfrentó a sus demonios. El proceso fue arduo, pero poco a poco, comenzó a reconstruir su vida. En apenas un año, no solo había superado la fase más crítica de su adicción, sino que había retomado sus estudios, terminado el instituto y se había matriculado en la Universidad de Saint Mary’s en Halifax, Nueva Escocia, a más de 1.300 kilómetros de su hogar en Labrador. Para su familia, esta nueva partida, aunque dolorosa por la distancia, era un motivo de inmenso orgullo y esperanza. Loretta había vuelto de la oscuridad, más fuerte y con un propósito claro.
El Despertar de una Conciencia: La Identidad Inuit
Para entender el propósito que impulsaba a Loretta, es fundamental comprender su identidad. Loretta era inuk. Los inuit son un pueblo originario del Ártico, maestros de la supervivencia en algunos de los entornos más hostiles del planeta. Durante milenios, han habitado las gélidas tierras del norte de Canadá, Alaska, Groenlandia y Rusia, desarrollando una cultura rica, resiliente y profundamente conectada con la naturaleza. La propia palabra inuit, en su lengua, el inuktitut, significa las personas.
Sin embargo, en el Canadá contemporáneo, ser inuit a menudo conlleva una carga de trauma histórico y discriminación sistémica. La herida más profunda proviene de las llamadas escuelas residenciales. Hasta 1996, estos internados, gestionados por el gobierno canadiense y las iglesias cristianas, fueron instrumentos de una política de asimilación forzosa. Niños indígenas de apenas cuatro o cinco años eran arrancados de sus familias y enviados a cientos de kilómetros de sus hogares. Allí, se les despojaba de su identidad: les cortaban el pelo, les daban nuevos nombres, les prohibían hablar su lengua y les enseñaban a avergonzarse de su propia cultura, tildada de salvaje y atrasada.
Lo que ocurría dentro de los muros de estas instituciones era un horror documentado. Durante décadas, miles de niños sufrieron abusos físicos, psicológicos y sexuales sistemáticos a manos de sacerdotes, monjas y empleados. La negligencia médica era rampante y muchos murieron, sus cuerpos a menudo enterrados en tumbas sin marcar que aún hoy siguen siendo descubiertas. Este genocidio cultural dejó un trauma generacional que perdura, manifestándose en altas tasas de pobreza, adicciones, problemas de salud mental y violencia dentro de las comunidades indígenas.
Además, las mujeres indígenas en Canadá enfrentan una epidemia de violencia. Son desproporcionadamente víctimas de desapariciones y asesinatos, casos que a menudo son investigados con desidia por las autoridades, perpetuando un ciclo de impunidad y dolor. Es un estigma que las marca como ciudadanas de segunda, cuyas vidas parecen tener menos valor.
Loretta había vivido en sus propias carnes los efectos de esta exclusión. Había visto el racismo, la falta de oportunidades y el desprecio con el que su pueblo era tratado. Por eso, al llegar a la universidad, su elección de carrera no fue casual. Decidió estudiar criminología y derechos indígenas. Su tesis, el proyecto que se convirtió en la pasión de su vida, se centraba precisamente en el tema de las mujeres indígenas desaparecidas y asesinadas en Canadá. La universidad reconoció la importancia de su investigación y le concedió una beca para llevarla a cabo. Estaba decidida a ser abogada, a prestar su voz a aquellas a las que se la habían arrebatado. Su compromiso era tan contagioso que inspiró a algunos de sus hermanos, como Diem, a convertirse también en activistas por los derechos de los inuit.
Una Nueva Vida y una Tormenta Inesperada
En Halifax, Loretta parecía haber encontrado finalmente su lugar. Compartía un apartamento en Cowie Hill, un barrio residencial, con su hermano Diem. Estaba inmersa en sus estudios, se sentía realizada y su futuro parecía brillante. Además, había encontrado el amor en Yasin Sertkurt, un joven de origen turco con el que llevaba casi tres años de relación estable y feliz. Su vida, después de tantas turbulencias, había alcanzado un equilibrio prometedor.
Pero a finales de 2013, una serie de acontecimientos sacudieron de nuevo su estabilidad. Primero, una noticia que, aunque inesperada, la llenó de ilusión: estaba embarazada. Quería ser madre y formar una familia con Yasin. Sin embargo, casi al mismo tiempo, la universidad le comunicó que recortarían la financiación de su proyecto de tesis, dejándola sin la beca con la que contaba. Para complicar aún más las cosas, Diem decidió regresar a Labrador, lo que significaba que Loretta tendría que asumir sola el coste completo del alquiler.
De repente, la joven que había luchado tanto por salir adelante se encontró en una situación económica desesperada. Con un bebé en camino y sin los fondos para su tesis, el estrés comenzó a hacer mella. Tomó una decisión pragmática: se mudaría con Yasin y subarrendaría su apartamento para obtener unos ingresos extra que le permitieran pagar sus estudios y ahorrar para la llegada de su hijo.
Publicó un anuncio y pronto encontró a una pareja interesada: Blake Leggette y Victoria Henneberry. Acordaron un alquiler de unos 400 dólares mensuales, una suma que para Loretta era vital. Al principio, la pareja parecía amable y formal, pero una vez instalados, los problemas comenzaron. Alegaron no tener dinero y los pagos se retrasaron una y otra vez, acumulando una deuda de varios cientos de dólares. Para Loretta, cada día que pasaba sin ese dinero era una fuente de angustia creciente.
La Sombra del 13 de Febrero
El 13 de febrero de 2014, Loretta, embarazada de casi cuatro meses y a punto de graduarse, salió de casa con el peso del mundo sobre sus hombros. El estrés era tan abrumador que, de camino a su antiguo apartamento, le envió un mensaje a Yasin diciéndole que no podía ni recordar el apellido de soltera de su madre. Su objetivo era claro y firme: iba a hablar con sus inquilinos para cobrar el dinero que le debían o, en su defecto, pedirles que abandonaran el piso. Necesitaba ese espacio para alguien que pudiera pagar.
Condujo su Toyota Celica del año 2000 hasta el número 41 de Cowie Hill Drive. Subió al apartamento 1003. Después de eso, el silencio.
Horas más tarde, Yasin recibió un extraño mensaje de texto desde el teléfono de Loretta, diciendo que iba a quedar con un amigo. La forma de escribir, tan impersonal y distinta a la suya, encendió las primeras alarmas en su mente. Cuando la noche cayó y Loretta no regresó, el pánico se apoderó de él. Contactó a la familia Saunders en Labrador, y juntos intentaron localizarla sin éxito. Un último mensaje, aún más sospechoso, llegó más tarde, insistiendo en que estaba bien. Nadie lo creyó. Para entonces, su familia y su novio ya sentían en lo más profundo de su ser que algo terrible había sucedido.
Al día siguiente, 14 de febrero, Yasin denunció formalmente su desaparición. La reacción inicial de la policía fue, tristemente, la que tantas familias indígenas habían experimentado antes: tibia y desdeñosa. La consideraron una adulta que podría haberse marchado por voluntad propia, quizás abrumada por el estrés. El hecho de que fuera una mujer inuit pareció restarle urgencia al caso en sus mentes. Pasaron tres días cruciales antes de que la investigación comenzara a tomarse en serio, y solo fue porque la evidencia se volvió demasiado abrumadora para ser ignorada.
Mientras la policía dudaba, la familia de Loretta y la comunidad inuit se movilizaron con una fuerza arrolladora. Organizaron ruedas de prensa, imprimieron y distribuyeron miles de carteles con su foto y crearon una campaña en Facebook para recaudar fondos y poder viajar desde Labrador a Halifax para participar en la búsqueda. Sabían que, con las temperaturas gélidas del invierno canadiense, cada minuto contaba.
El Rastro de la Maldad
Cuando la policía finalmente comenzó a investigar, su primer foco fue, como es habitual, el novio. Yasin fue interrogado intensamente, pero su inocencia era evidente. Fue él quien, desesperado, les urgió a que investigaran el último lugar donde se sabía que Loretta había estado: el apartamento de sus inquilinos, Blake y Victoria.
Los investigadores contactaron a la pareja por teléfono. Se mostraron cooperativos, afirmando que estaban de viaje y que no sabían nada. Sin embargo, algo no cuadraba. La policía solicitó las grabaciones de las cámaras de seguridad del edificio. Las imágenes iniciales confirmaron que Loretta había entrado en el vestíbulo y subido por el ascensor hacia el apartamento 1003. Pero en las horas siguientes, no había ni rastro de ella saliendo del edificio.
Paralelamente, otro equipo rastreó la actividad de las tarjetas de crédito de Loretta. Descubrieron que se habían utilizado en varias cafeterías y gasolineras, lejos de Halifax, en dirección a la frontera con Estados Unidos. Al obtener las imágenes de seguridad de estos establecimientos, la verdad comenzó a tomar una forma macabra. Se veía claramente el Toyota Celica de Loretta, pero al volante no estaba ella.
El 17 de febrero, el caso dio un vuelco definitivo. El coche de Loretta fue localizado en Harrow, Ontario, a más de 1.800 kilómetros de Halifax, gracias al aviso de un vecino. Estaba aparcado frente a una casa. Cuando la policía llamó a la puerta, quienes abrieron fueron Blake Leggette y Victoria Henneberry. En su posesión no solo tenían el coche de Loretta, sino también sus tarjetas de crédito y su teléfono móvil. Fueron arrestados inmediatamente.
Fue entonces cuando los investigadores revisaron con detenimiento el resto de las grabaciones del edificio de Cowie Hill. Las imágenes que encontraron helaban la sangre. Mostraban a Blake Leggette saliendo del edificio horas después de la llegada de Loretta, arrastrando con visible dificultad una enorme y pesada bolsa de hockey. Loretta nunca había bajado por ese ascensor. El contenido de esa bolsa era una conclusión terrible e ineludible.
El 26 de febrero de 2014, el peor de los temores se hizo realidad. El cuerpo de Loretta Saunders fue encontrado dentro de una bolsa de hockey, abandonado como si fuera basura en la mediana de la autopista Transcanadá, cerca de Salisbury, Nuevo Brunswick. Una carretera que, irónicamente, se ha convertido en una tumba silenciosa para muchas otras mujeres indígenas cuyos casos siguen sin resolverse.
Un Crimen por Pura Avaricia
El asesinato de Loretta Saunders conmocionó a la nación. La brutalidad del crimen y la trágica identidad de la víctima, una mujer que dedicaba su vida a estudiar precisamente esa violencia, generaron una ola de indignación. Vigilias y homenajes se sucedieron en todo el país. Su universidad, en un gesto que algunos consideraron hipócrita, creó una beca en su nombre. La comunidad exigía justicia, no solo para Loretta, sino para todas las mujeres indígenas silenciadas.
Durante casi un año, Blake y Victoria mantuvieron un pacto de silencio. Pero a medida que se acercaba el juicio, la presión los resquebrajó. Fue Victoria Henneberry quien finalmente confesó los detalles de aquel horrible día.
Su relato desveló una premeditación escalofriante. No hubo una discusión que se fuera de las manos. El plan había sido concebido por Blake, cuya motivación era tan banal como aterradora: le gustaba el coche de Loretta y no querían pagarle el alquiler. Incluso habían grabado un vídeo con su teléfono móvil días antes, bromeando sobre cómo iban a matarla.
Cuando Loretta llegó al apartamento el 13 de febrero, se sentó en el sofá, dispuesta a explicarles con calma que debían marcharse. En ese momento de vulnerabilidad, Blake la atacó por la espalda, intentando asfixiarla. Loretta, una luchadora hasta el final, se defendió con una fuerza increíble, logrando zafarse momentáneamente. Fue entonces cuando ambos, Blake y Victoria, actuaron juntos. Le cubrieron la cabeza con tres bolsas de plástico que ya tenían preparadas. Mientras ella peleaba desesperadamente por su vida y la de su hijo nonato, Blake, al ver que las bolsas no eran suficientes, agarró su cabeza y la golpeó repetidamente contra el suelo hasta que su cráneo se fracturó y dejó de respirar.
Con una frialdad inhumana, envolvieron su cabeza ensangrentada en film transparente de cocina para no manchar el suelo. Metieron su cuerpo en la bolsa de hockey, la bajaron por el ascensor y la metieron en el maletero de su propio coche. Luego, iniciaron una macabra huida, usando sus tarjetas para comprar comida y gasolina, mientras el cuerpo de su víctima yacía a pocos metros de ellos.
Justicia en un Mar de Dolor
El proceso judicial, que comenzó en abril de 2015, estuvo cargado de tensión. La defensa de Victoria intentó por todos los medios conseguir un juicio por separado, temiendo que la influencia de Blake la perjudicara. Su temor se vio justificado cuando, durante un registro rutinario en la prisión, se encontró en la celda de Blake una carta manuscrita de 35 páginas en la que describía el crimen con todo detalle, echándole toda la culpa a Victoria.
El juez desestimó los intentos de la defensa por anular la carta como prueba y dictaminó que el juicio sería conjunto. Enfrentados a la abrumadora evidencia y a un jurado que sin duda los declararía culpables del cargo más grave, Blake y Victoria cambiaron su estrategia. El 22 de abril de 2015, sorprendiendo a la sala, se declararon culpables, buscando un acuerdo que les evitara las penas más severas.
La sentencia llegó una semana después. Blake Leggette fue condenado a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional durante 25 años por asesinato en primer grado. Victoria Henneberry, gracias a su acuerdo con la fiscalía, también recibió cadena perpetua, pero con posibilidad de solicitar la libertad condicional a los 10 años por su papel en el asesinato en segundo grado. El juez calificó el crimen como despreciable, horrorizante y sin sentido, y ofreció sus condolencias a una familia destrozada por el dolor.
La vida de Loretta Saunders fue truncada de la forma más brutal, pero su legado perdura. Su muerte no fue en vano. Se convirtió en un catalizador que arrojó una luz cegadora sobre la crisis de las mujeres indígenas desaparecidas y asesinadas en Canadá, forzando un debate nacional y una mayor conciencia sobre la injusticia sistémica. Su familia, especialmente su hermano Diem, ha continuado su lucha, convirtiéndose en una voz poderosa en la defensa de los derechos de los inuit.
La tesis de Loretta quedó inacabada, pero su propia vida se convirtió en su capítulo final y más impactante. Una historia de resiliencia, de identidad y de una violencia sin sentido que clama por un cambio. Su eco resuena en las vastas y silenciosas tierras de Labrador, un recordatorio perpetuo de una voz que fue silenciada, pero cuya historia nunca será olvidada.